Mitchele Vidal | @imagenesurbanas

lunes, 29 de octubre de 2007

ENLAZANDO DESTINOS

En el caluroso agosto de 1989 Myron tiene 5 años, apenas está aprendiendo a identificar las letras pero para él hay una inconfundible; la primera que reconoce no es la M de mamá, es la M de Metro. Sus ojos se iluminan cada vez que se encuentran con una de esas enormes y amarillas M en su recorrido por nuestra ciudad. En el lluvioso agosto de 2006 Myron –quien ya es habitual usuario del Metro- regresa a su casa ubicada al sur de El Rosal desde La California donde vive su novia, en un subterráneo atestado de gente y de mal humor. No sólo el clima ha cambiado en Caracas –arriba y abajo- a través de los años. El Metro, nos da buena cuenta de ello.

En 1989 cuando el Metro era apenas un recorrido subterráneo de Propatria a Chacaíto y viceversa, Myron garabateaba sus primeras letras y en sus dibujos, siempre se destacaba la imponente M con la que aprendimos a identificar a esa suerte de progreso bajo tierra en que se convirtió el Metro para todos los caraqueños. Era tal su fascinación por ese tren emblema de la modernidad -juguete a gran escala- que su mamá lo llevaba de paseo para disfrutarlo juntos. Me cuenta que se iban los dos en un viaje de ida y vuelta, deteniéndose en cada estación, y que, una de las cosas que más le gustaba del recorrido era ver cómo la luz entraba a raudales en la estación Caño Amarillo para robarle de un solo golpe la oscuridad al vagón en que se encontraban. Entonces había sitio para todos, y era común encontrarse con usuarios primerizos y desorientados en busca de algún guía. Los parlantes vociferaban si algún usuario descuidado ponía sus zapatos sobre las paredes de la estación, o peor aún, si dejaba caer un papel al piso; encerrado en el vagón y a la vista de todos los que en ese momento lo acompañaban en el recorrido, una voz en off describía al trasgresor y todas las miradas desaprobatorias se posaban sobre él. Mucho se ha escrito sobre la incidencia de la normativa impuesta para los usuarios del Metro y cómo el mismo ciudadano se comportaba de forma distinta unos cuantos metros bajo tierra. Cuenta Tulio Hernández -en un artículo publicado en el diario El Nacional- que el novelista Manuel Vicent escribió una crónica describiendo el extraño fenómeno de una capital en la cual los mismos ciudadanos que en el subsuelo se comportan de forma civilizada y cuidadosa, una vez en la superficie se convertían en una especie de bárbaros trasgresores de toda norma de civilidad y convivencia. Y así pasamos a formar parte de la lista de grandes ciudades que cuentan entre sus medios de transporte masivo con esa serpiente metálica de sinuoso y rápido movimiento. Sus usuarios, cautelosos al principio, fueron acostumbrándose poco a poco a la idea de trasladarse de un extremo al otro de nuestra ciudad sin padecer el calor, el tráfico y las cornetas. En la estación Chacaíto una imponente escultura de Jesús Soto confunde los radiantes rayos del sol con varillas metálicas amarillo estridente; en Parque del Este nos reciben las grandes columnas de madera que creó el maestro Harry Abend y que nos invitan a mirar al cielo a través de un enorme techo de vidrio. Para experimentar apenas en minutos dos de las múltiples caras de nuestra ciudad, sólo basta con bajar unas escaleras en la Plaza Francia, dejar atrás el Obelisco que recorta el Ávila y recorrer el trayecto que separa a Altamira de La Hoyada.

Pero así como el Metro fue creciendo hasta llegar a Palo Verde y ramificándose primero hacia El Silencio y después hacia la Ciudad Universitaria, Myron también cambió de rumbo: un carro conducido por su mamá e interminables colas, fueron su compañía durante varios años todas las mañanas de una a otra loma del sureste. No sólo escribía y leía cada vez mejor restándole importancia a esa M de sus primeros juegos, sino que su vida de niño y adolescente se desenvolvió de un lado a otro de la ciudad pero sin necesitarlo. Fue como cuando dejamos olvidado en un rincón al que fuera nuestro juguete favorito porque ya estamos muy grandes para divertirnos con él. Durante todos esos años y en compensación a ese particular olvido, al Metro le llegaron miles de nuevos usuarios. Junto con la madurez, nuevas estaciones se fueron sumando y con ellas, una cantidad importante de ciudadanos se vio beneficiada. Arriba la ciudad hierve y abajo cada vez más gente aprende a desenvolverse con soltura en esa red que se va tejiendo poco a poco. Ahora la queja es que ya es insuficiente; de todas partes llegan los usuarios acalorados apurando el paso, porque el que no se pone las pilas para subirse de un tirón –aunque en ese movimiento empuje a unos cuantos– ¡se queda!, o peor aún, le sucede lo que vi con mis propios ojos: la turba enloquecida en sus dos corrientes -los que entran y los que salen- atropelló a una señora que gritaba desaforada porque una de sus piernas se atracó en la ranura entre andén y vagón. Yo me quedé paralizada, atiné a hacer nada y el pánico era, por supuesto, que el tren arrancara con la pierna de la señora hundida hasta el muslo. Menos mal que un hombre reaccionó rápidamente pisando con furia el botón de la alarma para impedir que aquel horror se concretara. Al fondo un parlante ronco anuncia: “Dejar salir, es entrar más rápido”. Hoy, un millón de almas recorre sus entrañas a diario sin pausa y con mucha prisa, cinéticas sombras se llevan todo por delante. Apenas hay tiempo para el beso furtivo de un par de estudiantes en el vagón, ella esconde sus recién estrenadas curvas –pero no su ombligo- en tela de camuflaje verde oliva y rosado fucsia y él, se enfunda en un bóxer tan grande como sus zapatos de goma pero menos evidente que su deseo. A su lado, una jovencita los mira de reojo, recordando que lo que lleva entre sus brazos es el regalo inesperado que le dejó un fugitivo primer amor. El aire se calienta y una señora cansada voltea su mirada. Tres niños llenos de tierra del Parque del Este se ríen con picardía. Otra muchacha se las arregla para amamantar a su bebé entre aquel gentío. Un oficinista hace equilibrio para leer el periódico y mantenerse en pie al mismo tiempo. Cuando el tren se detiene y las puertas se abren, la marea humana se revuelve, sus olas traen mil nuevas caras que arrastran otras mil pequeñas historias cotidianas. Alguien tararea el tema musical de una reciente telenovela. Caracas, ciudad bendita, ya no es posible concebirte sin el Metro.

Un buen día Myron se mudó del sureste a El Rosal y retomó sus andanzas en el Metro, morral al hombro y sueños en su cabeza de adolescente estrenando la UCV. Cuando se graduó de bachiller, se inscribió en la nómina de los usuarios habituales: de lunes a viernes, dos veces al día, con boleto azul y tarifa preferencial de estudiante. Algunas estaciones se las conoce de memoria: Chacao, Plaza Venezuela y Ciudad Universitaria por eso de los planos, las maquetas, los libros. La California, por aquello del amor. Fue justamente regresando de la estación que lo lleva hasta donde lo despiden con varios besos, que se paró a esperar el tren justo debajo de la video-cámara -“Es que ese el lugar es más seguro” me dijo, y fue allí donde se apareció aquel fulano con pinta de andar medio asustado, chaqueta azul y manos en los bolsillos. “Entonces, brother, ¿Cómo está la vaina?” Myron sabía que no tenía ninguna vaina que contarle a ese tipo, pero igual hizo como que sí, mientras rogaba que el vagón llegara rápido. La gente caminaba a su alrededor, incluso un par de policías uniformados; cuando los vio le dijo al malandro en su mismo léxico: “Pana, ahí hay un par de azules” –“Qué va mi pana, no te pongas cómico, que lo que yo tengo en esta mano es un yerro, así que dame tu celular y venga esa cartera, a ver si hay al menos para unas birritas, y de paso te informo, que allá arriba está mi hermano y ese sí que es mala nota.” Mientras abordaban el tren, el celular y la cartera cambiaron de mano, pero lo peor es que como el teléfono es de esos con cámara, el tipo ya sabía hasta de qué color son los ojos de la novia de Myron. Esta vez la falta de dinero obró el milagro, porque la cartera del estudiante estaba tan escuálida como la del malandro, así que éste se bajó en la próxima estación a buscar otra presa. Myron pasó de largo por Chacao por miedo a que lo estuvieran siguiendo y se bajó en Altamira, no sin antes voltear varias veces para atrás. Después de andar varias cuadras a pie, con la cabeza hecha un lío y el corazón a punto de salírsele del pecho, llegó a su casa; su mamá tenía el teléfono al oído y el susto le desdibujaba la cara. “¡Hijo, qué bueno que estés aquí, porque me acaban de llamar para decirme que te tenían secuestrado! ¿Qué broma tan pesada, no?

Hace poco tiempo estrenamos 4 estaciones en esta ciudad tropical donde todo se resuelve entre la lluvia y el sol. Pertenecen a una línea 4 al rojo vivo que sólo existe en los carteles que la anuncian como la gran obra del gobierno, porque en los planos, apenas se entiende como una prolongación de la línea 2 que corre paralela a la línea 1. Son amplias y un aire tecno marcado por paneles metálicos, barandas de vidrio y pisos rodantes las distingue del resto. No hay obras de arte ni escaleras mecánicas ¿por ahora?, pero están ávidas de ser descubiertas y transitadas como sus antecesoras. Los usuarios que las recorren se muestran desconcertados, y nos recuerdan a los que venciendo la incertidumbre que da lo desconocido se aventuraron hace casi 30 años, a transitar por la ciudad subterránea, la malquerida paralela. A Myron, después del susto del robo le costó un poquito volver al Metro, pero el primer amor siempre trae consigo una desilusión y aunque son diferentes los sabores que nos impregnan en la memoria, no podemos seguir adelante sin recordarlos, mucho menos, sin perdonarlos.

sábado, 20 de octubre de 2007

CARACAS ES UNA MUJER

Caracas es ancha, desprendida, desinteresada. Acostumbrada a que propios y extraños la recorran con prisa y sin pausa. Estas ideas revoloteaban en mi cabeza cuando leí unas sentidas palabras de María Fernanda Di Giacobbe: “...Y veo el cielo, la luz, las matas, la Universidad Central, las casas, el Jardín Botánico, la gente que estudia, los cocineros nuevos, los conciertos de los domingos en la Estancia, los nuevos platos y sabores, la brisa templada. Y sé que es mujer...”. Sus reflexiones me hicieron recordar una ocasión hace ya bastante tiempo, en que participé en una discusión acerca del sexo –que no del género– de Siena, una auténtica ciudad medieval enclavada en el corazón de Italia en pleno siglo XXI.
Ahora no recuerdo cómo, pero de tanto disfrutar Siena, de recorrer sus angostas calles, de sentir como el sol apenas se atrevía a entrar y a seguir el rumbo de cualquiera de ellas para iluminar esa maravillosa plaza en forma de concha marina que irrumpe inmensa en todo su esplendor, surgió una certeza: En Siena todos los caminos conducen a la Piazza del Campo, su centro, su corazón. Acaso Il campanille emblema fálico que la domina, sea prueba irrefutable de su sexo masculino. Al menos esa era la razón más convincente que argumentaba el profesor de literatura italiana quien se empeñaba en adjudicarle un carácter masculino a aquella ciudad amable, que ve pasar el tiempo sin apenas acusar recibo de ello. Desde entonces -y ahora soy plenamente consciente de ello- me dio por pensar en el sexo de las ciudades y por supuesto en el de Caracas. Apenas una excusa para comenzar esta reflexión.

Caracas nos acoge a todos por igual. Ya sea los hijos que ha parido en cualquiera de sus casi olvidadas esquinas y en sus múltiples laderas, o a los que viniendo de todos los rincones del país y viviendo aquí desde hace mucho tiempo, no la asumen como suya sino como una ciudad de paso -una ciudad prestada- de la que no tardan en huir a la primera oportunidad sin que les quede nada por dentro. Caracas se me antoja de una femineidad abrumadora, maternal, sumisa, tolerante, supeditada al Ávila, que se yergue imperturbable y protector.

Caracas como toda mujer que se precie, es contradictoria: verde y gris, del color que le preste la luz que la viste; alegre y triste, fiel y desleal, amada, acaso odiada, ahora temida, generosa, sin rencor. Estoica: ante la afrenta de la basura responde con una flor silvestre; en la barrera de concreto que rodea sus autopistas crece un verde imposible: la incipiente hierba se abre paso y provoca una sonrisa en medio del tráfico; el ruido de tantos carros no opaca el pregón del buhonero; ni siquiera el humo enturbia su imperturbable luz, cegadora a veces, cálida siempre.

“Y veo el cielo, la luz, las matas...” el Aula Magna, El Parque del Este, los niñitos con su lonchera como almohada cuando apenas amanece, un mercado ambulante en el tráfico: Coquitos, banderas, periódicos, piratería grabada en libros y cassettes, mamones o ciruelas según la temporada. La rápida transición de rojo a verde en una avenida alcanza para todo, hasta para un sencillo acto de malabares. Saltimbanquis urbanos y sonrientes pasan raqueta con su sombrero de colores, compitiendo en cada esquina con los vendedores de la suerte.

Y pienso: Caracas es una mujer, ancha, desprendida, desinteresada.

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