Dedicado a los venezolanos que asumen la lucha diaria
de sobrevivir en un Estado fallido,
poniendo su mejor cara ante las adversidades.
Doy más vueltas que un trompo
para escribir esta crónica a 10 días de mi regreso de Venezuela. Pienso en qué
escribir y qué no. Dudo. Escribo, borro y vuelvo a dudar. Las redes sociales
han vuelto más delgada mi piel, ya de por sí enjuta; aunque lo que realmente me
hace cavilar es cruzar la difusa línea entre decir lo que sentí, sin ofender a
quienes viven allá.
Es muy difícil.
Sobre todo, volver casi ocho
años después de salir en unas vacaciones que terminaron en migración. Desde
entonces vivo en Chile y en ocho años nos han pasado muchas cosas, hasta una
pandemia.
***
El primer golpe fue en el
aeropuerto. El mismo de hace 53 años… Lo único “nuevo” son las banderitas de
cartelera escolar, que no faltan en los espacios gestionados por el régimen.
Dice Google que el aeropuerto
de Maiquetía dejó de ser, en el 2000, el más importante del norte del sur, dada
la caída de su tráfico aéreo. Nada nuevo, en Venezuela, donde casi todas las caídas tienen varias décadas. Y esa caída de vuelos la capitalizó Panamá
hace rato: “el hub de las Américas” es su slogan y lo vi varias veces en
mi corta escala de Santiago a Caracas.
Mientras hacía el recorrido desde
la puerta del avión a las casetas de migración una pinza me apretaba el
estómago. Aunque desde la cola solo veía tres aviones, una funcionaria se quejaba
por el exceso de trabajo. La pizarra cuenta un vuelo de Panamá, uno de Bogotá y
otro de Lima. Sería todo. Sin embargo, la cola avanza leeento mientras la
pinza, aferrada a mi estómago, aprieta más.
Al llegar a la taquilla el
funcionario me preguntó:
- ¿Hace cuánto que no vienes?
- Ocho años.
- Ajá, ¿dónde te vas a quedar?
Di la dirección de mis últimos
30 años de vida en Caracas y salí volando de ahí.
Uniformes e insignias rojas me quitan el aire.
La alegría vino en forma de amiga del alma buscándome en Maiquetía, que, dado el costo de la gasolina y el estado del parque automotor en Venezuela es más que un regalo, ¡es un Niño Jesús en junio!, una hallaca en agosto, un aguacate de injerto.
A las risas y abrazos por el reencuentro le sucedieron las imágenes de la autopista: los cerros verdes; los ranchos de siempre arrumados a los nuevos; las nubes gordas y blancas; esas que vi en Concepción hace un par de meses y me hicieron caer en cuenta de que en Santiago las nubes son largas y esbeltas. Cosas de la humedad, o la ausencia de ella en mi nueva casa, al pie de la cordillera andina.
Los kilómetros que separan el
aeropuerto de casa de otra de mis grandes amigas me devolvieron el cerro.
Ese Ávila que fotografié sin cansancio y que, si se gastara de tanto verlo,
bueno, estaría medio borroso. Pero no, permanece incólume al desgaste de la
ciudad. Todo el entorno esplende verdes, cada árbol brilla en HD, con esa luz
caraqueña que no requiere filtro, compensando tantos años de abandono urbano.
El territorio es la salvación de Caracas, su joya más preciada, su musa y a la vez su cuore.
Me impactó la cantidad de
vallas en la autopista. Aunque eso no es peor que las palmeras doradas. ¡Qué sinsentido!
En una ciudad plena de naturaleza sembraron palmeras falsas.
Volteo rauda. Cero atención a las atrocidades.
Saliendo del túnel de La
Trinidad se asoma el letrero de Ciudad satélite que es pura nostalgia, testigo
de la época en que el terremoto nos echó a mi familia a mí de los devastados
Palos Grandes hasta la gran promesa de bienestar en los años
sesenta.
Me detengo a ver los cerros
del sureste donde estuvo mi casa desde que la tierra tembló. Son ellos los
que me cobijaron los dos días que estuve en Caracas y mis amigos, por supuesto.
La generosidad del alojamiento comienza con vista a esos cerros, las aves
trinan y, otra vez, las nubes gordas. Nada impide ese disfrute, gracias a que el
atinado diseño despejó la vista por completo.
Una corta visita a varios
comercios me da pistas sobre el manoseado refrán de “Venezuela se arregló”. Los
estantes están repletos. Ya no hay rastros de aquel desolador paisaje de
automercados y farmacias vacíos o con el mismo producto repetido a la ene, pero
los precios, ¡ah! eso es otra cosa. Una compra mínima cuesta lo que gana en un
mes un profesor universitario. Como dato duro el salario mínimo en Venezuela es
de 3 $, en Chile es de 680 $ y vi varias cosas más caras en Caracas que en
Santiago.
En la caja entendí que se paga
en dólares, pero el vuelto te lo dan en bolívares y en dos conos monetarios distintos.
No entraré a enumerar la cantidad de ceros que perdió nuestra moneda para no
quedarme corta ni entrar en cólera, pero circulan billetes de 1.000.000 de
bolívares que, valen uno. O sea.
De La Trinidad volví a Los Palos Grandes, a esos edificios modernos que han envejecido tan bien y al reencuentro con muchas de mis amigas más queridas. Y a la Plaza del mismo nombre, uno de los pocos espacios públicos inaugurados en los últimos 20 años. Una obra municipal, hay que decirlo.
Bajo la lluvia de Soto conocí
una magnífica tienda de lentes divertidos, cuyos muebles, me honra decir,
construyó WoW Taller de diseño, con gran calidad y extraordinario cuidado en
los detalles. También disfruté de una exposición de platos. Pero no de cualquier
plato, sino de 400, sí, 400 platos firmados por igual número de personajes
destacados de todos los ámbitos: artístico, político, literario y deportivo que
visitaron la casa de la ceramista María Luisa Tovar, quien se dio a la lúdica
tarea de armar una colección que hoy cuenta lo que fuimos como ciudad, como
país, como destino.
La visita a los Secaderos de La Trinidad me confirmó que ese espacio cultural sigue firme, creciendo y dando espacio a lo mejor del arte venezolano.
Lo mismo que el TrasnochoCultural. Luminaria que brilla en el oscuro y casi vacío Paseo Las Mercedes,
donde me alegré con la gran expo de Bernardo Mazzei, maestro de las sillas
tradicionales convertidas en piezas contemporáneas y el rincón donde vive -a
plenitud- el Diseño venezolano: 7 al Cubo. Y de nuevo el inmenso cariño de
mis grandes amigos, acompañada del olor envolvente de nuestro Kakao.
La gran sorpresa en el Paseo fue Reset Gallery, un espacio magnífico con excelente diseño y curaduría. Otra gran apuesta local al arte venezolano.
No tengo más detalles de Caracas.
Lo que vi fueron chispazos, como si llevara una venda que solo me quitaba a
raticos para permitirme abrir los ojos.
Así lo viví y lo atesoro: un
viaje de abrazos, de confirmar que la amistad no pasa factura de ausencias,
sino que se reinicia donde la dejamos. Aunque la última conversa presencial
fuera hace 8 años, los hielos del trago siguen dando vueltas con la inercia del
dedo aún húmedo.
Estoy muy agradecida por
el cariño y no sé por qué recibo tanto.
Gracias por las empanaditas de queso, la torta de zanahoria, por las delicias preparadas con esmero para compartir apurando 8 años de cuentos en pocas horas; exprimiendo el tiempo entre las lomas, los cerros y las colinas de Caracas antes de partir a Maracay: la verdadera razón de mi viaje, el reencuentro con mi papá y mis hermanos, tras un difícil trance de salud de él.
Gracias a las risas de los
únicos cuñados y la única sobrina que tengo en Caracas y que siguen siendo mi
familia, 26 años después del divorcio.
Ayayay,
Maracay
Añoro el silencio.
No hay donde guarecerse del
estruendo musical.
Un carro estacionado frente a
la plaza La Soledad pasa varias horas torturándonos con su reguetón puyúo.
La cola en el abastecido
Farmatodo se hace a ritmo de salsa intravenosa.
En la frutería mangos y
aguacates bailan merengue junto al peso.
Mientras almuerzo en un
restaurante del medio oriente descubro que hay algo peor que una televisión a
todo volumen: una televisión a todo volumen con un partido de fútbol narrado en
árabe. Por si acaso, no tengo nada contra ese idioma sino contra el exceso de
volumen.
Yo defiendo mi derecho al silencio.
Maracay está desvencijada, mustia; menos la naturaleza que no sigue las leyes del abandono, sino que se desborda en exuberancias. Otra vez el territorio como salvación. A veces los mangos se estrellan contra la acera rota y sus carnes expuestas al sol llenan el espacio de un olor dulce y familiar.
Lo que siempre encuentro es
amabilidad y mi acento por todos lados. Lo de “mi acento por todos lados” me lo
hizo notar un chileno. Cada vez que entro a la farmacia, a la panadería o al
abasto la bienvenida es una sonrisa, un gesto amable y eso conforta los
difíciles momentos.
El reencuentro familiar es
agridulce. Muchos años sin vernos y vernos así, -cuando quien nos une a todos, que es
mi papá, no está bien- es muy doloroso. Pero entre medicamentos, recetas y
farmacias nuestro verbo fluye, suena el piano de La Nena -madre de mis
hermanos y amigastra mía- y nuestro amor se fortalece.
Varios días después mis hermanos y yo hicimos un tiempito para caminar por Las Delicias y vimos la Cordillera de la costa en todo su esplendor. ¡Qué sensualidad, dios mío! Qué cadencia la de esos verdes, todos cayendo en orden y concierto, y a la vez haciendo lo que les da la gana con las curvas, las cimas, las lomas abriéndose para conformar los valles. Los edificios se nos atraviesan, pero nos inclinamos para hacerle la debida reverencia a la Cordillera.
Al día siguiente estreno
Ridery, una App venezolana que sustituye a Uber. Llegan puntuales, atentos, con
precio internacional y carro añejo. El cinturón de seguridad no sirve. Cuando
quiero usarlo el chofer me dice, aquí no hace falta. Trago grueso. Pero varios
días después, cuando pedí uno para volver a Maiquetía llegó un auto impecable.
Le pregunto al chofer de qué año era y respondió: de 2023 y es de fabricación iraní. Yo de carros no sé nada, pero claramente hay varios círculos automotores, como
con los billetes.
Una diligencia médica me llevó detrás de la Maestranza César Girón, para constatar que en la infinita lista de edificios valiosos a recuperar, rehabilitar y restaurar en Venezuela está el Coso de Carlos Raúl Villanueva y Luis Malaussena, dos arquitectos destacadísimos del siglo XX venezolano. Ojalá se convierta en un gran Centro Cultural, que honre este hermoso edificio construido hace 90 años. El uso taurino ya cumplió su ciclo. Deseo que la desidia también.
El que no ha corrido la misma
suerte -me refiero al rescate luego del abandono- es el Teatro del hotel. La
maleza devora su fachada e, imagino, que platea y patio también, aunque no
entramos.
La estancia en Rancho grande abre la mente a la infinita posibilidad de creaciones artísticas -no invasivas- que podrían hacerse ahí: fotografía, cine, videoarte, performances, instalaciones… por el momento se hacen visitas muy acotadas y algunas jornadas de formación a maestros. Aunque al edificio se lo está devorando la selva, su robusta estructura muestra lo que quiso ser: un hotel faraónico, ajeno al clima, al entorno, implantado bajo las órdenes de otro mandamás venezolano, el general Gómez.
Muerto el militar abandonaron
la estructura y hoy es lo que ven. Un espacio distópico. Una ensoñación.
Afortunadamente la UCV
mantiene allí una estación de estudios biológicos y ambientales e INPARQUES
fomenta recorridos para admirar los “niños”, unos árboles gigantes que estudió Andie
Field y a cuyos pies dejó la vida. En la entrada hay una hermosa escultura
de Henri Pittier, botánico e investigador suizo a quien Venezuela debe
tanto y cuyo gran Parque Nacional lleva su nombre.
Salí de Rancho Grande como de
tantos otros lugares en Venezuela: todo por hacer.
***
No recuerdo haber reescrito un
texto tantas veces en mi vida. La pinza de Maiquetía ya no está, pero persiste
la que acicatea mi corazón cuando quiero escribir sin lastimar a los que están
allá, con los sentimientos, legítimos, de mi estar afuera.
Lo han logrado.
De todas las perversas tareas
realizadas durante más de 25 años queda ésta, la de la culpa, que no precisa de
un uniforme, basta su sombra.
Pero no quiero cerrar así un
viaje a la amistad, al amor, a la familia, un viaje a la ciudad en la que nací,
crecí y hasta me multipliqué en hija única. No les voy a dar ese gusto.
Gracias Caracas, gracias
Maracay, gracias familia, gracias amigos.
Gracias.