Mitchele Vidal | @imagenesurbanas

martes, 24 de mayo de 2022

Domingo

Cuando ella subió a la micro estaba llena. 

Por eso titubeó antes de darle al chofer el durazno que había llevado para el almuerzo. 

Él lo tomó sorprendido, le agradeció con un gesto casi imperceptible y se lo llevó a la boca de inmediato.

Fueron varias semanas de horarios y rutas cambiadas. Quién sabe cuántas barricadas sorteó, cuántas lacrimógenas enrarecieron su aire, pero le puso empeño a seguir transportando gente. 

Hoy de nuevo es lunes, sin embargo, el primer mordisco le supo a domingo, su día de descanso.


(Cuento escrito para el concurso Santiago en 100 palabras del año 2019).

Buenos Aires ¿post? Covid

De los viajes borraría los aeropuertos, las colas infinitas, las planillas que el Covid ha estirado, como si la distancia entre las personas implicara -también- una distancia con las letras y el papel.

Aunque esa debe ser la penitencia actual por "vivir otras vidas, probar otros nombres", porque viajar es habitar el espacio de otros, ser otro mientras sigues siendo tú y eso es más difícil en pandemia. 

De vuelta en Santiago de Chile -mi casa desde hace cinco años- y cumplida la mortificación del PCR, me dispongo a compartir esta crónica de Baires.

De Buenos Aires decir que está hermosa y limpia y llena de edificios de otras épocas que parecen de esta por lo cuidados y pulcros. Pocas rayas o casi ninguna sobre la piel de la ciudad, que es la arquitectura. 

Lo disfruto y lo valoro.

Viendo las paredes porteñas libres de insultos, gritos, huellas de humo y fuego recuerdo con tristeza las del centro de Santiago tan maltratadas aún hoy, a dos años y medio del llamado estallido social. Pero esa es otra historia… No me iré por las ramas de la capital chilena, porque vine a hablar de la ciudad que Gustavo Cerati apellidó de la furia y cuyo mote adoptó mi natal Caracas con resignación.

Sigo.

El verde pues en su apogeo de verano. Canta el follaje con el rumor de un coro que las hojas entonan cuando las mece la brisa porteña. 

El Río de la Plata se siente más en la piel que en los ojos, habituados están sus moradores a darle la espalda, aunque Puerto Madero tenga 30 años creciendo y abrazándolo desde su revitalización. Para fortuna de propios y extraños siguen en aumento las terrazas, bares y restaurantes a pie del río, se alzan rascacielos en búsqueda de nuevos récords, donde Calatrava -enfant terrible de la arquitectura del espectáculo- legó un puente con nombre de mujer y alma de amor eterno, adonde han ido a parar los cultores de cintas y candados.

Al otro lado del río no hay semáforo que te deje cruzar, 

de una vereda a otra, sin perder el aliento. Libertador o 9 

de julio te verán correr, mientras miras su perfil urbano, 

pleno de cúpulas y cópulas entre edificios de diversos 

estilos a escala monumental. 

Es verano, el virus y las vacaciones han vaciado las calles, pero siguen plenos sus cafés. ¿Habrá otra ciudad con tantos cafés per cápita? Todos parecen detenidos en el tiempo. ¿Qué tiempo?, me pregunto; ¿el esplendor decimonónico o el glamour de los años veinte? 

¡Da igual! 

En todo caso los porteños tienen un catálogo infinito de lugares para reunirse, conversar y contarse milongas mientras transan cafés y milanesas a un ritmo bárbaro.

Los autobuses cruzan esquinas a precios bajísimos de alta eficiencia y, cada vez que me subo a uno de ellos, pienso que estoy en un Mambo taxi talla XL. No escatiman los choferes en acompañar su travesía urbana con luces coloridas, iluminando el interior donde se agolpan pasajeros tras mascarillas, porque seguimos en la pandemia eterna, aunque la “nueva normalidad” me haya permitido cruzar la cordillera. 

Pero en la calle los "barbijos" van de pulseras, coderas y collares. Dejó de ser obligatorio en Baires tapar nariz y boca mientras transitas vereda y calzada. Eso sí, vuelve a ocultar tu sonrisa cuando traspases el umbral de locales y transporte público.

Esta puede ser una postal porteña de la era ¿post? Covid.

Mientras, en cada esquina huele a pan, a medialuna saliendo humeante del horno junto a facturas, alfajores, vigilantes y un sin fin de productos de nombres divertidos y alma de cereal dulce. Si cada ciudad tiene un olor el de Baires es trigo caliente que te lleva prendido por la nariz, como en aquellas comiquitas donde el aroma era una espiral sinuosa arrastrando a todos tras el origen.

Lo amargo es la pobreza de tantas manos extendidas, los negocios cerrados; vil ecuación de pandemia + devaluación + inflación de fines de 2021 y comienzos del 2022.

"Corrientes tres cuatro ocho

segundo piso ascensor

No hay porteros ni vecinos

adentro coctel y amor..."

Y todo a media luz... A media luz los versos, las calles, los teatros y las tiendas... Porque el Covid ha hecho estragos que ni el tango más desgarrado pudiera. 

Aturde el silencio vespertino de turistas y mercaderes. No ha vuelto el tintineo nocturno de bares y milongas tras casi dos años de mascarillas. Aunque perdura la arquitectura de marquesinas, grandes letreros y pocas luces que -ojalá- pronto vuelvan a encenderse, porque el cine se mudó a Netflix, sin ticket, pochoclos, cotufas ni besos furtivos y el teatro se congeló desde el último ¡Bravo!

¿Quién sube el telón de una pantalla, aplaude en pijamas y vitorea cuando se enciende la luz de la nevera?

Pero si Corrientes y Florida no tienen el barullo de otros tiempos, por fortuna en las librerías persiste el aroma inconfundible del papel y el leve murmullo de las voces. 

Llegando al Ateneo Grand Splendid las loas se acentúan porque, de teatro de voces, pasó a escenario de letras; que alza el telón a lectores, periodistas, escritores y poetas. Un gran teatro sí, pero en el escenario en vez de tramoya hay un café. Es decir, se funden dos caricias olfativas mientras los ojos se van tras las portadas.

Es fácil imaginar que en aquellas butacas están Borges y Caparrós. Más allá Cortázar y Bergareche. No importa que varios años los separen.

Además, puedes alzar la vista y detenerte en la cúpula pintada por Nazareno Orlandi, con la que homenajeó el fin de la Primera Guerra Mundial, ahora que estamos ad portas de la Tercera.

¿Era el Covid una guerra o esta es otra?

No se salvan la literatura ni la crónica del bicho este que no nos abandona, sino que cambia de nombre con frecuencia. No alcanza el alfabeto griego para citar sus consecuencias. Varios libros hablan del tema. La peste del nuevo milenio contagió a la literatura, no solo a las noticias.

Volver a Baires incluye, necesariamente, un boleto a esta platea para ojearla desde distintos puntos. Todos con excelente visual y apuntando directo a quien tenga corazón de papel.

Hubo un día de tregua en el intenso verano porteño, una persistente llovizna refrescó el ambiente que me acompañó a Recoleta. La blanca fachada de Nuestra Señora del Pilar se confunde con el cielo, creando un cuadro blanco sobre blanco. Erigida a finales del siglo XVIII tiene hoy a sus fieles de rodillas recortados sobre un fondo de azulejos. Afuera las flores dicen que la lluvia amaina. Pero heme aquí, oliendo la humedad de una garúa… Yo que nací en una ciudad de chaparrones ahora vivo en Santiago, donde la lluvia escasea. 

Y la extraño. 

Nos visita, si acaso, dos o tres veces al año. Así que aspiro. Abro el pecho y las fosas libres a la conocida humedad que alguna vez viví en mi trópico.

“Toca con los ojos y mira con las manos” era la consigna de mi mamá cuando salíamos de tiendas. Sigue siendo así en lugares como el tradicional Mercado de San Telmo porque si no, sus reliquias analógicas estarían aboyadas.

Entre tanta mercadería añeja saltan a mi vista unos teléfonos. De esos con corazón perforado en un gran círculo. No me hizo falta tocarlos para admirar su colorido, pero mentiría si te digo que no me quedé con las ganas de girar aquella rueda cuyo sonido evocó momentos de mi infancia.

Cuánto han cambiado las telecomunicaciones desde que Don Bell nos regaló el asombro de escucharnos a través del hilo telefónico. Ahora el hilo es una red infinita que nos imanta, hasta volvernos adictos, sea en Twitter, Instagram o Facebook.

En San Telmo no hay distancia social. La gente se tropieza en angostos pasillos donde un mal paso puede desencadenar un aluvión de objetos. Hay fotos en blanco y negro, cristales para ver la vida de otros tonos, discos de vinilo y posters del morocho que cantaba hasta que un avión se lo llevó al cielo de donde vino, dejando a sus fans viudas de un marido al que nunca tocaron.

El sound track de San Telmo es vario pinto. La música de los locales se confunde con el tintineo de copas y cubiertos. Desde la calle se cuela un estruendo de juglares urbanos, más las risas de quienes los celebran. Una gota resbala desde mi cuello al íntimo espacio entre mis pechos, mientras, apuro una cerveza. No hay mejor conjuro para este calor de alta sensación térmica.

Caminar es un ejercicio que encuentra en Palermo un territorio inagotable de belleza. Solo hay que dejarse llevar y ejercer a plenitud el oficio de flanear, de salir sin rumbo alguno y abandonarse a lo imprevisto. A la vera hay un collar de esmeraldas compuesto por el Jardín botánico, el Ecoparque y el Jardín japonés. No hay conflicto al transitar entre las plazas Holanda, Alemania y Egipto. De pronto, surge entre el verde una nave que se posa junto el lago… Es el Planetario Galileo Galilei para recordarnos que la arquitectura moderna dejó aquí, hace más de 50 años, un espacio donde ver las estrellas sin despegarse del suelo.


Y hacia el río está La Boca, la boca que besa, que clama a sus ídolos en la Bombonera, donde gritan ¡gol! el año entero, desde sus casas coloridas de corazón hinchado y piel rugosa, como el balón que las gobierna. 

Buenos Aires ciudad de vinos y carne asada. Ciudad de la furia, de obelisco y Plaza de mayo, ciudad de bigote bicolor cantada, vitoreada y querida. Ciudad de pobres corazones que se han bancado esta y muchas crisis. ¿Vendrán otras?




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