La ciudad tiene su propio alfabeto y comienza con
una ancha, iluminada, generosa A de acera. Debe seguirle la B de bancos. No
ésos donde se transa con dinero sino aquellos para hacer una pausa en cada C de
calle. A partir de este ABC se teje la trama del disfrute y de la seguridad
ciudadana. Lamentablemente, en Caracas olvidamos nuestro ABC urbano. Lo
perdimos y los ciudadanos no saben leerla. Mucho menos disfrutarla. Por eso la
sufren.
Para hablar de ciudad es indispensable hablar de
aceras. Sin aceras no hay ciudad. La acera une los puntos. Propicia el diálogo
entre parques y plazas. Acompaña avenidas. Corteja calles. Su carencia o su
deterioro causan estragos en los ciudadanos. En la medida que escasean aceras
aumentan los vehículos privados. Si a esta ecuación le restamos transporte
público el resultado es catastrófico: tráfico e inseguridad vial. Un
rompecabezas donde ninguna pieza calza, todas sobran.
El peatón es el más
vulnerable de los ciudadanos. Y en Caracas debe esquivar todo tipo de
obstáculos. Unas veces basura. Otras, alcantarillas abiertas. En muchas aceras lidia
con hongos de concreto armado que entorpecen la visual y los carros los arrancan
de raíz, mostrando sin pudor acero retorcido. A veces nuestro peatón cree que
alcanza un respiro, entonces, se le atraviesa un quiosco de periódicos, un
buhonero, un tótem de publicidad o un árbol tan espléndido en verdes como
renuente al corsé de concreto. Ahora corre un peligro mayor: los motorizados
han invadido las aceras. Suben por las rampas para el acceso de personas con
movilidad reducida convirtiendo a cualquier peatón en un minusválido.
El transporte público es vocablo imprescindible para
hablar de ciudad. De ciudad verdadera. De ciudad inclusiva. Si aplicamos la
máxima “una ciudad próspera es aquella donde los ricos usan transporte
público”, la nuestra es muy pobre. Paupérrima y religiosa. Porque en Caracas
quien espera un autobús reza. Reza para que no venga tan lleno. Reza para que
no lo asalten. Pero sobre todo reza para que llegue. La ruta de nuestros
autobuses no la trazan alcaldes ni institutos autónomos sino la adrenalina
caribe de un chofer y su sound track reguetonero. Y el Estado, en
lugar de poner el acento en el transporte público, subraya el transporte
privado en un país donde la gasolina es más barata que el agua. El gobierno
otorga créditos para adquirir motos y carros y construye viviendas sin
estacionamiento; en un país donde el automóvil no es solo un vehículo de
transporte, es un símbolo de estatus.
Las motos se han multiplicado por miles en una
oración que conjuga emprendimiento y delincuencia. Cuándo se convirtieron en
transporte escolar? ¿Cuándo en transporte de carga? ¿Qué imperiosa necesidad
empuja a una persona a exponer lo más sagrado que tiene —sus hijos— a un
peligro sobre dos ruedas?
Tenemos que reaprender nuestro abecedario urbano.
Las aceras son del uso exclusivo de los peatones. Los semáforos no son un
insulto, son un acuerdo. El paso cebra no es una grosería sobre el asfalto. La
luz de cruce es un dispositivo de aviso, no una súplica, un clamor intermitente
para que los motorizados nos permitan cambiar de canal. Tenemos que enseñarles
a los padres que los niños no deben ir en moto y que las aceras no son una
extensión de la calzada. Necesitamos un alfabeto común. Legible y respetado por
todos los ciudadanos. No vocablos aislados. Nos urge un punto y seguido entre
las 5 alcaldías; no un punto y aparte.
Debemos reaprender nuestro abecedario
urbano. Nuestra ciudad se ha convertido en una sucesión de X imposibles de despejar.
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