Llegamos a La Candelaria justo
a tiempo para comenzar el recorrido por los siete templos. Vanessa
Rolfini Arteaga —periodista y cazadora de sabores— convocó por Facebook a
quienes quisieran caminar por nuestro casco histórico el Viernes Santo.
Ese centro que alberga quién sabe cuántas iglesias y seleccionó siete
para este recorrido. Cumplir con el rito ancestral, abrazar amigos
queridos, patear nuestra ciudad y sentirnos ciudadanos es maravilloso.
La iglesia de La Candelaria
nos muestra su fachada recien pintada. Azul pastel y blanco fueron los
colores elegidos por la alcaldía de Libertador. Lo primero que me alegra
es ver tanta gente y constatar la superficialidad de aquella máxima:
“en Semana Santa Caracas se queda sola”. Nada mas falso. Las playas se
llenan, sí, pero las iglesias también. La fe sigue intacta. Incluso se
fortalece. Es tanto lo que tenemos que pedir. O lo que tenemos que
agradecer. Conmueve ver la multitud variopinta. Predomina el morado de
la promesa, pero Caracas se muestra en su amplia paleta mestiza.
Desde La Candelaria empieza el
recorrido y Vanessa no resiste la tentación de un aliado. ¿Quién puede
ir al centro sin probar un dulce criollo?
Seguimos
hasta la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Neogótico caraqueño
envuelto en blanco. Suspiro porque no veo las imágenes de la fachada
principal. ¿Dónde estarán? Lo que sí hay es un gentío adentro y otro
tanto afuera esperando turno para entrar.
Mientras caminábamos al templo de
San Francisco recuerdo aquella leyenda de mi infancia que hablaba de una
virgen tallada en la ceiba. Adentro de esa gran iglesia la marea humana
nos mece a paso lento y creyente. Al vaho de la multitud se suman
incienso y mirra. Vanessa contaba cada tanto sus fieles seguidores —44
apóstoles citadinos— y condimentaba el paseo santo con datos sobre cada
templo.
Cuando arreció el calor nos
encontramos con una sorpresa en la esquina de Gradillas. Del interior
blanco y negro del Bistró Libertador brotaron limonadas de un verde encendido.
Limonero del Señor que nos curaste de aquellas pestes decimonónicas,
líbranos ahora de las pestes contemporáneas: inseguridad, corrupción,
escasez, inflación, represión.
Te lo pedimos Señor.
Más arriba espera nuestra
humilde y alba Catedral. Con su torre enana desde el último terremoto
que la estremeció. Y sus campanas. Desde la plaza Bolívar llegan unas
Siete Palabras para los que no caben en los templos. Al rumor del gentío
y la homilía se suman los que exigen firmas contra el decreto de Obama.
Quiero ignorarlos, pero más que sus voces lo que abruma es el escándalo
visual de afiches, pendones, grafitti, mosaicos, carteles,
todo un aparataje visual del gobierno que ensucia nuestro centro. Ya sé
adónde irán a parar los impuestos que acabo de pagar.
Retomo el paso. Llegando a
Santa Capilla veo que su fachada principal clama cuidados y pintura.
Ojalá esta vez le bajen dos al color mandarina de la última
intervención. Me detengo en esa imagen única del ángel venciendo al
diablo en lo más alto del templo. Admiro la pericia de los carpinteros
que tallaron puertas y ornamentos.
El gentío sigue intacto. La fe también. La avenida Urdaneta es un hervidero
de fieles bajando de la iglesia de Las Mercedes. Antes de llegar ahí
nos detendremos en Altagracia. Pardos somos y como tales, esa es la
iglesia que nos corresponde. Los mantuanos rezaban en Catedral. Qué
tiempos aquellos. Hoy, el templo del dios dinero se yergue poderoso a
pocos pasos de la iglesia de Las Mercedes.
Cumplida esta última estación
espiritual fuimos a deleitar el paladar en la Casa de la Historia
Lorenzo Mendoza. Su patio, la frescura de sus fuentes, sus hermosas
salas —restauradas por el arquitecto Luis Guillermo Marcano
Radaelli— esplenden de belleza. Varias mesas rodean al fogón de donde
salió un róbalo celestial, solo superado por la delicadeza del mango que
lo acompañaba.
La sobremesa fue sobre grama. Mirando al cielo azul y las ramas de otro mango.
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