domingo, 10 de febrero de 2019

23 de enero en Santiago de Chile



Tenía miedo. La convocatoria para el gran Cabildo abierto en Caracas y en toda Venezuela era a las 10 de la mañana. En Santiago se acordó reunirnos a las 7 de la noche y nuestra concentración -o al menos su ánimo- pendía del hilo venezolano.

Nos hemos caído tantas veces.

Nuestra Libertad, así con mayúscula, durante los últimos 18 años se parece más al suplicio de Tántalo que a una meta cierta. Cada vez que hemos estado a punto de alcanzarla, o creído hacerlo, la hemos perdido y ese fantasma rondaba mi cabeza.

No haré aquí la lista interminable de nuestros fracasos, carmonazo, firmazos, cacerolazos, trancazos… porque han sido muchos y porque estamos en enero de 2019 después de 20 años de chavismo.

Cuando Gardel cantó "20 años no es nada" no había nacido la peste bubónica del siglo XXI.

Si lo sabremos nosotros.

Para Venezuela y los venezolanos este ha sido un padecer interminable. Así que si Twitter, Google, Instagram y todas las plataformas digitales contaban que nuestros hermanos en territorio venezolano no salieron a la calle o que –una vez más– la brutal represión los obligó a devolverse a sus casas, ¿qué haríamos los que engrosamos la borrosa cuenta de cuatro millones de emigrantes?

Pero –afortunadamente– no fue así. Las fotos y videos de masas desbordadas pidiendo Libertad en Venezuela, rebasaban nuestras pantallas. Celulares y computadores reproducían la presencia indiscutida, de gente valiente sobre ese asfalto que tantas veces nos ha visto marchar.

Así que con bríos recorrí los 17 Km. que separan mi trabajo del sitio acordado.

Llegué a la estación Baquedano pasadas las 8 de la noche y la puerta que daba hacia la plaza ya estaba cerrada. Plaza llena, aceras y calles aledañas también. El  personal de seguridad del Metro de Santiago conducía a la gente a otras salidas. Andenes y pasillos estaban llenos de banderas y gorras de 7 estrellas. Las voces gritaban: “Ya cayóooo, ya cayóooo, este gobierno ya cayóooo”. Un mar de gente se movía en caraqueño, respiraba guaro, gritaba en maracucho, rugía en gocho. Costó salir. Costó emerger y llegar a una plaza repleta de sonrisas de niños sobre los hombros de sus padres y de muchachos cabalgando la estatua del general Baquedano, el que preside la plaza santiaguina donde se celebran goles y se exigen derechos ciudadanos. Un lugar emblemático, donde esta democracia, recuperada hace 28 años, grita y exige –incesantemente– mejoras y reivindicaciones ciudadanas. Goles y consignas se encuentran en Baquedano, pero el 23 de enero esa plaza era de los venezolanos.

Con esfuerzo caminé. Escuché nuestro acento en todas sus variantes y pensé: cuántas banderas vinieron rodando en dos maletas.

Cuando logré llegar al perímetro de la plaza constaté cómo las dos importantes avenidas que la rodean, Vicuña Mackenna y Bernardo O’Higgins estaban atestadas de vehículos en plena hora peack ( pico es grosería…) y los autos tocaban la bocina ( corneta también es grosería en Chile…). Cómo no recordar situaciones similares vividas tantas veces alrededor de la Plaza Altamira, aunque al fondo no esté El Ávila sino el cerro San Cristóbal y un sol brillante a las 8 de la noche.

De pronto pasó un convoy de motos y bicicletas portando morrales verdes, rosados y amarillos. La mayoría de los conductores de esos vehículos son jóvenes venezolanos recién llegados a Chile que han encontrado en el delivery, un trabajo de horario flexible y laxa exigencia de papeles. Así que experimenté la inédita sensación de no temerle al rugir de unas motos, sino de soltar la risa al verlas.

Cuánto camba el ánimo sentirse seguro.

Y hablando de seguridad debo nombrar a los carabineros, el cuerpo de seguridad ciudadana que el Estado manda a este tipo de manifestaciones. Su presencia, siempre intimidante –sí sabremos los venezolanos cuánto intimida un policía– se limitó a resguardar la multitud en una posición, digamos, de alerta. No hubo ballenas, rinocerontes; mucho menos bombas lacrimógenas. Sobraron, eso sí, al día siguiente, reclamos exaltados de chilenos asombrados por el trato “civil” que los policías nos dieron. Entonces Twitter e Instagram fueron el campo de batalla que no se vivió en Baquedano. A Dios gracias.

Pero hay dos cosas más que resaltar del día siguiente. Una foto de @julianmelenz capturaba cómo los venezolanos habíamos respetado las zonas verdes de la plaza, destacando que tal civismo no se había visto nunca en manifestación chilena alguna. ¡A mundo! Dijo un barquisimetano y yo tan caraqueña le hice el coro; eso sí, protesté como siempre que se suben a un bien patrimonial, como es la estatua del General Baquedano. No tiene le patrimonio por qué pagar los hurras y las protestas.

Al pasar varias horas, sin ruido nos fuimos retirando. Bajó el volumen de las consignas, de la mentada de madre acostumbrada, de los tambores en la esquina de las pizzas y llegó el atardecer a las 9:30 de la noche.

Otra buena noticia abrió el 24: los venezolanos –calculados en 20.000– dejaron la plaza tan limpia como la encontraron.

¿Será que ahora sí? Yo creo. Quiero creer.

Desde la semana pasada todos andamos con una sonrisa. Una sonrisa que encierra el pesar de tantos muertos, de tantos detenidos, exiliados, desterrados, pero una sonrisa de esperanza.

Vamos bien. Dijo aquel muchacho que se iba con su bandera en el mismo autobús que yo.

¡Vamos bien!

[Texto escrito el 25 de enero de 2019 en Santiago de Chile]

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