Tenía miedo. La
convocatoria para el gran Cabildo abierto en Caracas y en toda Venezuela era a
las 10 de la mañana. En Santiago se acordó reunirnos a las 7 de la noche y
nuestra concentración -o al menos su ánimo- pendía del hilo venezolano.
Nos hemos caído tantas
veces.
Nuestra Libertad, así con
mayúscula, durante los últimos 18 años se parece más al suplicio de Tántalo que
a una meta cierta. Cada vez que hemos estado a punto de alcanzarla, o creído hacerlo,
la hemos perdido y ese fantasma rondaba mi cabeza.
No haré aquí la lista
interminable de nuestros fracasos, carmonazo, firmazos, cacerolazos, trancazos…
porque han sido muchos y porque estamos en enero de 2019 después de 20 años de
chavismo.
Cuando Gardel cantó
"20 años no es nada" no había nacido la peste bubónica del siglo XXI.
Si lo sabremos nosotros.
Para Venezuela y los
venezolanos este ha sido un padecer interminable. Así que si Twitter, Google,
Instagram y todas las plataformas digitales contaban que nuestros hermanos en
territorio venezolano no salieron a la calle o que –una vez más– la brutal
represión los obligó a devolverse a sus casas, ¿qué haríamos los que engrosamos
la borrosa cuenta de cuatro millones de emigrantes?
Pero –afortunadamente– no
fue así. Las fotos y videos de masas desbordadas pidiendo Libertad en
Venezuela, rebasaban nuestras pantallas. Celulares y computadores reproducían
la presencia indiscutida, de gente valiente sobre ese asfalto que tantas veces
nos ha visto marchar.
Así que con bríos recorrí
los 17 Km. que separan mi trabajo del sitio acordado.
Llegué a la estación
Baquedano pasadas las 8 de la noche y la puerta que daba hacia la plaza ya estaba
cerrada. Plaza llena, aceras y calles aledañas también. El personal de seguridad del Metro de Santiago conducía
a la gente a otras salidas. Andenes y pasillos estaban llenos de banderas y
gorras de 7 estrellas. Las voces gritaban: “Ya cayóooo, ya cayóooo, este
gobierno ya cayóooo”. Un mar de gente se movía en caraqueño, respiraba guaro,
gritaba en maracucho, rugía en gocho. Costó salir. Costó emerger y llegar a una
plaza repleta de sonrisas de niños sobre los hombros de sus padres y de muchachos
cabalgando la estatua del general Baquedano, el que preside la plaza santiaguina
donde se celebran goles y se exigen derechos ciudadanos. Un lugar emblemático,
donde esta democracia, recuperada hace 28 años, grita y exige –incesantemente–
mejoras y reivindicaciones ciudadanas. Goles y consignas se encuentran en
Baquedano, pero el 23 de enero esa plaza era de los venezolanos.
Con esfuerzo caminé.
Escuché nuestro acento en todas sus variantes y pensé: cuántas banderas
vinieron rodando en dos maletas.
Cuando logré llegar al
perímetro de la plaza constaté cómo las dos importantes avenidas que la rodean,
Vicuña Mackenna y Bernardo O’Higgins estaban atestadas de vehículos en plena
hora peack ( pico es grosería…) y los
autos tocaban la bocina ( corneta también es grosería en Chile…). Cómo no recordar
situaciones similares vividas tantas veces alrededor de la Plaza Altamira,
aunque al fondo no esté El Ávila sino el cerro San Cristóbal y un sol brillante
a las 8 de la noche.
De pronto pasó un convoy
de motos y bicicletas portando morrales verdes, rosados y amarillos. La mayoría
de los conductores de esos vehículos son jóvenes venezolanos recién llegados a
Chile que han encontrado en el delivery,
un trabajo de horario flexible y laxa exigencia de papeles. Así que experimenté
la inédita sensación de no temerle al rugir de unas motos, sino de soltar la risa
al verlas.
Cuánto camba el ánimo
sentirse seguro.
Y hablando de seguridad
debo nombrar a los carabineros, el cuerpo de seguridad ciudadana que el Estado
manda a este tipo de manifestaciones. Su presencia, siempre intimidante –sí
sabremos los venezolanos cuánto intimida un policía– se limitó a resguardar la multitud
en una posición, digamos, de alerta. No hubo ballenas, rinocerontes; mucho
menos bombas lacrimógenas. Sobraron, eso sí, al día siguiente, reclamos
exaltados de chilenos asombrados por el trato “civil” que los policías nos
dieron. Entonces Twitter e Instagram fueron el campo de batalla que no se vivió
en Baquedano. A Dios gracias.
Pero hay dos cosas más que
resaltar del día siguiente. Una foto de @julianmelenz capturaba cómo los
venezolanos habíamos respetado las zonas verdes de la plaza, destacando que tal
civismo no se había visto nunca en manifestación chilena alguna. ¡A mundo! Dijo
un barquisimetano y yo tan caraqueña le hice el coro; eso sí, protesté como
siempre que se suben a un bien patrimonial, como es la estatua del General
Baquedano. No tiene le patrimonio por qué pagar los hurras y las protestas.
Al pasar varias horas, sin
ruido nos fuimos retirando. Bajó el volumen de las consignas, de la mentada de
madre acostumbrada, de los tambores en la esquina de las pizzas y llegó el
atardecer a las 9:30 de la noche.
Otra buena noticia abrió
el 24: los venezolanos –calculados en 20.000– dejaron la plaza tan limpia como
la encontraron.
¿Será que ahora sí? Yo
creo. Quiero creer.
Desde la semana pasada
todos andamos con una sonrisa. Una sonrisa que encierra el pesar de tantos
muertos, de tantos detenidos, exiliados, desterrados, pero una sonrisa de
esperanza.
Vamos bien. Dijo aquel
muchacho que se iba con su bandera en el mismo autobús que yo.
¡Vamos bien!
[Texto escrito el 25 de enero de 2019 en Santiago de Chile]
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