“Cuenta
la leyenda que en un árbol se encontraba encaramado
un
indiecito guaraní,
que
sobresaltado por el grito de su madre perdió apoyo
y
cayendo se murió…”
Indio Pitagua
Desde el aire Asunción es una colcha
verde y mullida. Un territorio surcado de aguas, en el que es difícil definir
dónde empieza el río y termina la vegetación. Al pisar tierra también se ve
así, o a mí me lo parece; ahora que mis ojos se han acostumbrado a otros tonos.
Comencé este viaje con mucha
expectativa y poca información. Un par de canciones guardadas en la memoria
musical de mi infancia y dos familiares queridos que, recientemente, anclaron
en ese humedal. Además, la curiosidad de conocer la capital de aquel país
pequeñito y escondido entre dos gigantes sureños: Argentina y Brasil, me llevó
hasta la ribera del río Paraguay.
Después de mis ojos re
descubriendo el verde selvático, mi piel agradeció este recreo de humedad. En
Santiago de Chile, donde vivo hace más de dos años, la humedad es un bien
escaso. Pero mi piel también tiene memoria y llegando a Paraguay se activó ¡y
cómo!
Al estallido de verdes, aire limpio y un simpático Uber asunceno, le sucedió el amargo caminar por un casco histórico, tan descuidado y sucio, que aún conservo la desolación mientras rememoro imágenes urbanas para escribir esta crónica.
Ya los indiecitos guaraníes no se
caen de los árboles, como cantaba Néstor Zabarce desde un picó en la sala de mi casa caraqueña. Con este cedulazo confirmo que hay otra cosa que la memoria retiene: las
melodías. Así que, mientras en mi mente suena esa canción hecha un hit por un venezolano engominado, yo
sigo viendo indígenas deambular por las calles de Asunción porque su río se desbordó
e invadió casas y muebles, echándolos de allí.
En contraste emerge un gran
palacio a dos tonos: mostaza y guayaba. No son semillas ni frutas, sino los
colores de la sede del gobierno imponiéndose entre yuyales, alzando la bandera en
su torre y delineando jardines afrancesados en torno a una planta italiana de ingeniería
inglesa. Un pasado europeo saturado de detalles, cornisas, balaustradas, que me
resulta excesivo ante la pobreza del entorno. Es muy fuerte el contraste entre
el albergue del poder y las calles que cruzan los desamparados. Como si se
tratara de un gigante desconsiderado y torpe, posando sus enormes plantas sobre
un frágil territorio.
Suelo decir que el primer lugar
que visito en una ciudad latinoamericana es su Plaza de Armas. En Asunción eso
no es posible, porque sobre el damero fundacional están instaladas las
precarias viviendas, de madera enchapada, que dan cobijo ¿provisional? a tantos
sin techo. La Catedral los mira de soslayo –como un testigo inerte– cerrada a
cal y canto.
En abril se desplomó el cielo en litros y litros de agua que corrieron por las riberas del río Paraguay e inundaron los sitios donde vivían estos pobladores originarios. Internet habla de 14.000 damnificados. Algunos llevan varias inundaciones a cuestas. Otros, fueron desalojados para construir la Costanera, una cinta de asfalto que bordea el río y sobre la cual se desplazan los vehículos y, seguramente, las promesas de los gobernantes, sin embargo hasta ahora, la gente sigue esperando solución.
Pero volvamos al casco histórico
en el que destacan algunos edificios de fines del siglo XIX. Los hay tan bellos
y ornamentados como en Buenos Aires y en Santiago. A otra escala, por supuesto,
y en mínima cantidad, pero “tienen su punto”, como diría un español, salvo que la mayoría está en vilo y se sostiene entre moho y descuido.
Un milagro de la arquitectura que, aún sin techo
–también– mantiene con cierta dignidad su noble fachada. Bancos, hoteles e instituciones financieras y educativas ocupan algunos edificios. Estos están limpios y pintados sin irradiar su condición privilegiada a los vecinos. Al contrario. Ver uno que otro edificio en buen estado, salpicando las calles del micro centro, acentúa el abandono de la mayoría. La verdad es que la única ciudad latinoamericana que he visto en semejante estado de abandono es La Habana. Y añado con tristeza infinita, algunos rincones de la Caracas de hoy, pero ya sabemos la razón… Y ni siquiera la nombraré, porque estoy harta de la peste roja y sus desmanes.
Un milagro de la arquitectura que, aún sin techo
–también– mantiene con cierta dignidad su noble fachada. Bancos, hoteles e instituciones financieras y educativas ocupan algunos edificios. Estos están limpios y pintados sin irradiar su condición privilegiada a los vecinos. Al contrario. Ver uno que otro edificio en buen estado, salpicando las calles del micro centro, acentúa el abandono de la mayoría. La verdad es que la única ciudad latinoamericana que he visto en semejante estado de abandono es La Habana. Y añado con tristeza infinita, algunos rincones de la Caracas de hoy, pero ya sabemos la razón… Y ni siquiera la nombraré, porque estoy harta de la peste roja y sus desmanes.
En cuanto al urbanismo de Asunción
la situación no pinta mucho mejor… Algunos edificios totalmente fuera de escala
y contexto han emergido entre las ruinas. Torres de vivienda y oficinas se
acomodan –mal– junto a casas de uno y dos pisos. Por otro lado recién estrenan
un gran centro comercial con sinuosas torres corporativas, de 23 pisos cada
una, que no solo se ven desde el aire sino que forman parte de esa arquitectura
global con tiendas ídem. Lo más destacable de este conjunto es que en su corazón
mantuvo un área verde con árboles tan grandes como el desafío de mantenerlos
vivos y verdes durante el tiempo que duró esta construcción contemporánea. Muy
agradable caminar por allí y disfrutar de un paisajismo hecho con esmero y
respeto por las especies autóctonas.
Pero si la arquitectura y los
edificios patrimoniales muestran descuido los parques y sus árboles desbordan
belleza. El catálogo de verdes es infinito, como corresponde a estos parajes
selváticos y rodeados de agua. La naturaleza esplende y aunque el hombre no ha
sabido preservar su entorno, sentarse en cualquier banco colorido es un placer
gratuito y gratificante.
Y como todo viaje tiene sus regalos, el de este fue un paseo a Ypacaraí, el lago azul inmortalizado en una canción que habla de un amor triste y melancólico, como son todos los amores que se van, dejando huellas en guaraní, español, arameo y en cualquier lengua, porque el amor es un lenguaje universal y sobre él se han escrito y cantado –llorado– cualquier cantidad de canciones, tantas como corazones rotos. En fin. Pero ese lago es un sitio plácido, especialmente un lunes en que todos trabajan o estudian, mientras lugareños amables nos ofrecen empanadas y yuca, que allá se llama almidón y me hace gracia acompañar una empanada con yuca, pero así son las costumbres, nos van sorprendiendo y despertando curiosidad; que de eso se trata viajar y andar por caminos nuevos. ¿Si no cuál es la gracia?
Llegado este punto digo que me llenó
de ternura la calidez de los paraguayos, la facilidad de su sonrisa, tan fluida
como ese transitar de una lengua a la otra, quiero decir, del guaraní al
español con naturalidad y “voceando” en un acento sin estridencias y difícil de
explicar, salvo por la delicadeza de su volumen.
Así que de Asunción y sus
alrededores me traje la melancolía de ver cómo un pueblo que ha sido diezmado por
varias guerras, con una democracia de apenas 30 años, luego de más de 35 de
dictadura, conserva la sonrisa y la amabilidad de esas almas nobles, que a pesar
de todo se mantienen esperanzadas.
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