Mitchele Vidal | @imagenesurbanas

jueves, 25 de julio de 2019

CARACAS DESDE LEJOS



¿Cómo escribo de Caracas si estoy a 7.294 kilómetros? ¿Cómo hilvano una crónica de mi ciudad natal desde la añoranza?

Estas y otras preguntas saltan a mi hoja en blanco y pulsando teclas –quizás– vaya encontrando respuestas. O no.

Sigo.

Salí de Caracas hace dos años. Un viaje de vacaciones, una entrevista, una remota posibilidad. Mi mensaje dentro de una botella fue leído y, sin despedirme, decidí quedarme en Santiago de Chile.

Al poco tiempo lo tuve claro: me fui así porque no quería decir adiós. Son un tópico las despedidas. Piecitos sobre el pavimento de Maiquetía. Un Cruz-Diez roto, neo símbolo de nuestra diáspora, marca el adiós aunque no lo digamos. Yo no lo dije. Me fui sin decírmelo siquiera a mí misma.

Han transcurrido dos años. 24 meses apurando en Instagram muchas fotos de El Ávila. Y digo apurando porque mi feed está lleno de otros caraqueños fanáticos del cerro y sus guacamayas. Entonces, mis dedos se deslizan raudos sobre la pantalla, no vaya a ser que la nostalgia tome forma de pico Naiguatá o se tiña de capin melao.

En fin.

Mucho se ha escrito sobre el despecho amoroso. Esa forma de des [amor] que estruja el alma y atiza el insomnio. Ahora se habla hasta el cansancio del despecho de país. Unas cifras inciertas cuentan 4 millones de venezolanos que se han ido –nos hemos ido– por los cuatro costados de nuestro país herido, pero poco o nada se habla del despecho de ciudad; ese pedacito del territorio venezolano al que nos sentimos más unidos, porque la ciudad es la Patria chica.

Suelo decir que me siento más caraqueña que venezolana. No es una contradicción, ni un acertijo. Yo no me visto del Arauca vibrador ni ando penando por una atarraya. Las empanadas de cazón me las comía en el Mercado de Chacao. Un cazón con poco de margariteño y mucho de aceite citadino. Lo mío es El Ávila y el Guaire. Caracas Parque Central, Parque de Este; Caracas UCV; donde viví años felices de mi vida caraqueña. Caracas Festival Internacional de Teatro, Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber, sí, lo sigo llamando así. Caracas y sus lomas, cerros, colinas, terrazas. Caracas y sus motorizados, sus colas, sus cines, sus raspaítos en la Plaza Bolívar de Baruta y su corneteo en la redoma de Petare. Caracas chaparrones viniendo del este y su frente marítimo ridículamente llamado estado Vargas. Caracas miedo, Caracas ruido, Caracas no es monte y culebra, Caracas ex techos rojos, Caracas ex sucursal del cielo, Caracas rejas, alambre de púas, cerco eléctrico y caseta de vigilancia. Caracas azul, verde, apamate, acacia, araguaney. Caracas y su sound track de sapitos y salsa.  Caracas Soto, Otero, Villanueva. Caracas Toronto y Cri cri.

Entonces sí, los que salimos de Caracas sentimos despecho por nuestra ciudad. ¡Y cómo! ¿Pero quién entenderá que me tome un Pisco sour para olvidar el mal de amor urbano?
En invierno soñé que estaba en Caracas. No recuerdo el lugar, ni qué hacía, lo que recuerdo fue despertarme con la sensación de Caracas en mi piel. No es fácil describir eso. Abrir los ojos y sentir que estuve allá mientras dormía. Llevaba meses con un suéter a toda hora. Un abrigo, una bufanda y el frío pegado como un chicle. Meses viendo mis brazos solo bajo la ducha. Sentir su desnudez en el sueño y esa sensación anhelada de libertad cutánea me maravilló.

Hablamos de libertad de pensamiento, de libertad de prensa, pero la piel también anhela ser libre y el clima caraqueño promueve ese albedrío epidérmico que tanto me gusta. Puedo decir que quien más extraña Caracas es mi piel. Es más, ahora que subió la temperatura concienticé esa manida frase: “Caracas, la ciudad de la eterna primavera” y concluí que semejante conseja debió ser acuñada por un extranjero, porque para el caraqueño el clima no se mide en estaciones, sino en “calorón” o “friíto”. Así de básico es nuestro termómetro. La temperatura de mi ciudad es tan cualitativa como casi todo allá: más arribita del edificio aquel… más abajito de la mata de mango…

En Caracas los puntos cardinales son invisibles. No hay norte más franco que El Ávila, pero no se te ocurra decirle a nadie que tu casa queda en la acera sur de la avenida Francisco de Miranda. Se quedará con los ojos claros y sin vista y te preguntará cerca de dónde o frente a qué...

Y ya que estamos hablando de puntos cardinales diré que vine a vivir a una ciudad donde el norte queda en el oriente. Porque en Santiago la mejor referencia geográfica es la Cordillera de Los Andes. La columna vertebral de  América del Sur, que comienza en Los Andes venezolanos, confina a Santiago entre su majestad y la de la Cordillera de la Costa. Así que a todo el que llega los santiaguinos le hablan de lo fácil que es orientarse aquí. Una muralla. Una masa enorme albergando picos, cimas, lomas que se impone al oriente, porque los chilenos no dicen este y oeste, sino oriente y poniente, lo cual hace que piense mucho en Popeye; pero me salí del tema orientación y eso es grave, porque no tengo GPS.

Esa condición geográfica de Santiago la hermana con Caracas. Ambas son ciudades enclavadas en un escenario natural soberbio. A veces, como ahora, cuando la temperatura bordea los 20 grados centígrados, el verde es un escándalo visual y por la ventana del autobús se asoma un cuadrito de cielo azul y un pedazo de montaña, pienso que estoy en Caracas. Vivir rodeada de cerros y junto a un río sepia hace más llevadero mi despecho.
Pero a pesar de mi guayabo urbano hay tres cosas que no extraño de Caracas y antes de que me llamen ingrata –aunque no estemos en Twitter, el paredón del siglo XXI, sino en una crónica-cuita de amor por Caracas– lo diré: no extraño manejar, ni las chiripas ni a los chavistas. Por razones obvias sólo diré por qué no extraño manejar. En Santiago he realizado un sueño que espero ¡algún día! disfrutar en Caracas: moverme sin carro.

Hablamos de un Metro que ya suma más de 100 estaciones y sigue en expansión; una red de autobuses que se organizan en torno a él, bicicletas y patinetas de alquiler y miles de taxis, y aunque hay mucho que mejorar, por supuesto, es posible moverse, trabajar y rumbear sin estar encadenado a un volante y preso entre cuatro latas hirvientes o heladas según la fecha del año en que manejes. Cuando regreso de noche en Metro –pongamos que hablo de las 10:00 pm.– luego tomo un autobús y camino 3 cuadras hasta mi casa, sin mirar para atrás, ni abrazar la cartera, siento que le estoy siendo infiel a Caracas. Justo en esos momentos de felicidad peatonal es que pienso más intensamente en mi ciudad herida y en cuánto añoro esta dicha urbana para ella.

Padezco el mismo dolor cuando me tumbo en la grama de un parque a descansar, me siento en una plaza a contestar un Whatsapp, escojo un libro en una feria y recuerdo mis noches frescas en El Gran Café, las ferias en la Plaza Altamira y las cervezas de El León.
Quisiera terminar esta cuita en la barra de un bar santiaguino y pidiendo, ahora sí, una fría por este corazón roto, roto de ciudad. Porque pude, sí pude escribir sobre Caracas, aunque esté lejos.


Fotografía: SONIA AMAYA @caudal_

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