¿Cómo
escribo de Caracas si estoy a 7.294 kilómetros? ¿Cómo hilvano una crónica de mi
ciudad natal desde la añoranza?
Estas
y otras preguntas saltan a mi hoja en blanco y pulsando teclas –quizás– vaya
encontrando respuestas. O no.
Sigo.
Salí
de Caracas hace dos años. Un viaje de vacaciones, una entrevista, una remota
posibilidad. Mi mensaje dentro de una botella fue leído y, sin despedirme,
decidí quedarme en Santiago de Chile.
Al
poco tiempo lo tuve claro: me fui así porque no quería decir adiós. Son un
tópico las despedidas. Piecitos sobre el pavimento de Maiquetía. Un Cruz-Diez
roto, neo símbolo de nuestra diáspora, marca el adiós aunque no lo digamos. Yo
no lo dije. Me fui sin decírmelo siquiera a mí misma.
Han
transcurrido dos años. 24 meses apurando en Instagram muchas fotos de El Ávila.
Y digo apurando porque mi feed está
lleno de otros caraqueños fanáticos del cerro y sus guacamayas. Entonces, mis
dedos se deslizan raudos sobre la pantalla, no vaya a ser que la nostalgia tome
forma de pico Naiguatá o se tiña de capin
melao.
En
fin.
Mucho
se ha escrito sobre el despecho amoroso. Esa forma de des [amor] que estruja el
alma y atiza el insomnio. Ahora se habla hasta el cansancio del despecho de
país. Unas cifras inciertas cuentan 4 millones de venezolanos que se han ido
–nos hemos ido– por los cuatro costados de nuestro país herido, pero poco o
nada se habla del despecho de ciudad; ese pedacito del territorio venezolano al
que nos sentimos más unidos, porque la ciudad es la Patria chica.
Suelo
decir que me siento más caraqueña que venezolana. No es una contradicción, ni
un acertijo. Yo no me visto del Arauca vibrador ni ando penando por una
atarraya. Las empanadas de cazón me las comía en el Mercado de Chacao. Un cazón
con poco de margariteño y mucho de aceite citadino. Lo mío es El Ávila y el
Guaire. Caracas Parque Central, Parque de Este; Caracas UCV; donde viví años
felices de mi vida caraqueña. Caracas Festival Internacional de Teatro, Museo
de Arte Contemporáneo Sofía Imber, sí, lo sigo llamando así. Caracas y sus
lomas, cerros, colinas, terrazas. Caracas y sus motorizados, sus colas, sus
cines, sus raspaítos en la Plaza Bolívar de Baruta y su corneteo en la redoma
de Petare. Caracas chaparrones viniendo del este y su frente marítimo
ridículamente llamado estado Vargas. Caracas miedo, Caracas ruido, Caracas no
es monte y culebra, Caracas ex techos rojos, Caracas ex sucursal del cielo,
Caracas rejas, alambre de púas, cerco eléctrico y caseta de vigilancia. Caracas
azul, verde, apamate, acacia, araguaney. Caracas y su sound track de sapitos y salsa. Caracas Soto, Otero, Villanueva. Caracas
Toronto y Cri cri.
Entonces
sí, los que salimos de Caracas sentimos despecho por nuestra ciudad. ¡Y cómo! ¿Pero
quién entenderá que me tome un Pisco sour para olvidar el mal de amor urbano?
En
invierno soñé que estaba en Caracas. No recuerdo el lugar, ni qué hacía, lo que
recuerdo fue despertarme con la sensación de Caracas en mi piel. No es fácil
describir eso. Abrir los ojos y sentir que estuve allá mientras dormía. Llevaba
meses con un suéter a toda hora. Un abrigo, una bufanda y el frío pegado como
un chicle. Meses viendo mis brazos solo bajo la ducha. Sentir su desnudez en el
sueño y esa sensación anhelada de libertad cutánea me maravilló.
Hablamos
de libertad de pensamiento, de libertad de prensa, pero la piel también anhela
ser libre y el clima caraqueño promueve ese albedrío epidérmico que tanto me
gusta. Puedo decir que quien más extraña Caracas es mi piel. Es más, ahora que subió
la temperatura concienticé esa manida frase: “Caracas, la ciudad de la eterna
primavera” y concluí que semejante conseja debió ser acuñada por un extranjero,
porque para el caraqueño el clima no se mide en estaciones, sino en “calorón” o
“friíto”. Así de básico es nuestro termómetro. La temperatura de mi ciudad es
tan cualitativa como casi todo allá: más arribita del edificio aquel… más abajito
de la mata de mango…
En
Caracas los puntos cardinales son invisibles. No hay norte más franco que El
Ávila, pero no se te ocurra decirle a nadie que tu casa queda en la acera sur
de la avenida Francisco de Miranda. Se quedará con los ojos claros y sin vista
y te preguntará cerca de dónde o frente a qué...
Y ya
que estamos hablando de puntos cardinales diré que vine a vivir a una ciudad
donde el norte queda en el oriente. Porque en Santiago la mejor referencia
geográfica es la Cordillera de Los Andes. La columna vertebral de América del Sur, que comienza en Los Andes
venezolanos, confina a Santiago entre su majestad y la de la Cordillera de la
Costa. Así que a todo el que llega los santiaguinos le hablan de lo fácil que
es orientarse aquí. Una muralla. Una masa enorme albergando picos, cimas, lomas
que se impone al oriente, porque los chilenos no dicen este y oeste, sino
oriente y poniente, lo cual hace que piense mucho en Popeye; pero me salí del
tema orientación y eso es grave, porque no tengo GPS.
Esa
condición geográfica de Santiago la hermana con Caracas. Ambas son ciudades enclavadas
en un escenario natural soberbio. A veces, como ahora, cuando la temperatura
bordea los 20 grados centígrados, el verde es un escándalo visual y por la
ventana del autobús se asoma un cuadrito de cielo azul y un pedazo de montaña,
pienso que estoy en Caracas. Vivir rodeada de cerros y junto a un río sepia
hace más llevadero mi despecho.
Pero
a pesar de mi guayabo urbano hay tres cosas que no extraño de Caracas y antes
de que me llamen ingrata –aunque no estemos en Twitter, el paredón del siglo
XXI, sino en una crónica-cuita de amor por Caracas– lo diré: no extraño manejar,
ni las chiripas ni a los chavistas. Por razones obvias sólo diré por qué no
extraño manejar. En Santiago he realizado un sueño que espero ¡algún día!
disfrutar en Caracas: moverme sin carro.
Hablamos
de un Metro que ya suma más de 100 estaciones y sigue en expansión; una red de
autobuses que se organizan en torno a él, bicicletas y patinetas de alquiler y
miles de taxis, y aunque hay mucho que mejorar, por supuesto, es posible
moverse, trabajar y rumbear sin estar encadenado a un volante y preso entre
cuatro latas hirvientes o heladas según la fecha del año en que manejes. Cuando
regreso de noche en Metro –pongamos que hablo de las 10:00 pm.– luego tomo un
autobús y camino 3 cuadras hasta mi casa, sin mirar para atrás, ni abrazar la
cartera, siento que le estoy siendo infiel a Caracas. Justo en esos momentos de
felicidad peatonal es que pienso más intensamente en mi ciudad herida y en
cuánto añoro esta dicha urbana para ella.
Padezco
el mismo dolor cuando me tumbo en la grama de un parque a descansar, me siento
en una plaza a contestar un Whatsapp, escojo un libro en una feria y recuerdo
mis noches frescas en El Gran Café, las ferias en la Plaza Altamira y las
cervezas de El León.
Quisiera
terminar esta cuita en la barra de un bar santiaguino y pidiendo, ahora sí, una
fría por este corazón roto, roto de ciudad. Porque pude, sí pude escribir sobre
Caracas, aunque esté lejos.
Fotografía: SONIA AMAYA @caudal_
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