Mitchele Vidal | @imagenesurbanas

miércoles, 30 de enero de 2008

PERFIL CARAQUEÑO

"Volteé hacia el balcón y vi el hotel Humboldt. Su fálica soledad, su concreto apurado"
OSCAR MARCANO. Del relato Goldish publicado en "Sólo quiero que amanezca"

Rascacielos de CCS
Mi amigo y profesor el arquitecto Luís Guillermo Marcano, me envió esta imagen que sirve de excusa para comparar algunos de los edificios más altos de nuestra ciudad. Estas siluetas recortan desigualmente nuestro cielo y la mayoría de las veces se encuentran junto a una casita que se ha resistido a la vorágine del crecimiento desmedido y anárquico de nuestra ciudad, o a un edificio de vivienda de escasos 8 pisos.

Al verlo, no puedo dejar de recordar ese perfil casi cándido que bordea la sala de proyecciones del planetario Humboldt en el Parque del Este. Allí, se destacan especialmente por su particular volumetría, el helicoide y el obelisco de la plaza Altamira. Pero nuestro paisaje urbano va cambiando. El dinamismo o ¿espejismo? económico también ha alcanzado a la construcción uno de los rubros más deprimidos en nuestros últimos 15 años, así que detrás de las “agujas” –típica señal de que algo se mueve entre cabillas y concreto– empiezan a emerger varias torres de oficinas en el este, viviendas en el sureste y por supuesto, los infaltables centros comerciales que nunca dejaron de aparecer y de generar caos vial y peatonal. Incluso ahora, los terrenos más apetecibles por cualquier inversionista inmobiliario (lote del edificio del teatro Altamira; lote en av. Francisco de Miranda frente al demolido cine La Castellana) se están preparando para que crezcan dos nuevos rascacielos.


Mientras tanto Caracas se sonroja, está cambiando el color de su piel. Una fiebre de ladrillo visto tiñe la faz de nuestra ciudad, especialmente en las fachadas de los edificios destinados a vivienda. Si durante los años ’50 nuestra ciudad se enriqueció con la mano de obra venida del sur de Italia, que impregnó nuestra arquitectura de mosaicos de colores; cerramientos en infinidad de formas y tamaños; esbeltas columnas cilíndricas; amplias marquesinas y hasta hermosos avisos de bronce para identificar cada uno de los edificios construidos por ellos, (por citar apenas algunos elementos característicos de la arquitectura de esos tiempos de oro), la nueva mano de obra venida desde el hermano país de Colombia, ha importado el gusto por el ladrillo visto. A mi modo de ver, hermoso y cálido, pero aún lo siento ajeno.

Lamentablemente, a escala urbana –salvo la intervención de Las Mercedes con la nueva plaza y la ampliación de la av. Francisco de Miranda en le municipio Chacao– es muy poco lo que estamos haciendo. Ni hablar de las calles, las avenidas y las aceras, que siguen pacientes esperando su turno.

sábado, 26 de enero de 2008

CARACAS SIN ETIQUETAS

"Venezuela, qué linda eres y qué despeinada estás"
Oscar D’ León

Arranca en FA
Al menos hora y media de tráfico me esperan desde Los Samanes hasta Los Palos Grandes, así que, ¡paciencia! En la radio oigo, género: pop-latino; lenguaje tipo A, sexo tipo A, violencia tipo A, –todos con marcado acento en la “A”, por el locutor de turno- me pregunto, ¿Cuál será la violencia tipo A? ¿Una pistolita de agua? ¿Un pellizco? ¿una nalgada? En eso pensaba cuando la canción de Jeremías ya iba por: “… el tacón/ martillando en dirección/ de su auto pero él/ ocupado quitando el sostén, de su compañera/ no supo ni siquiera que venía su mujer…” Seguiré escuchando pop-latino hasta oír con qué me sorprende Aquiles Báez.

Afinación
A las 6:15pm, se ve diferente la placita que une al viejo edificio Mene Grande –construido a mediados de los ’60 con el nuevo volumen que se impone sobre los peatones. La presencia de un mijao majestuoso de más de 10 pisos de alto, nos recuerda cuán fuerte es la naturaleza en nuestra ciudad. ¿Quién dice que Caracas es una selva de concreto? A falta de vista a El Ávila tenemos este árbol imponente. Sus raíces emergen triunfantes de un piso de granito gris y sus ramas exhiben mil tonos de verde. A un lado el toldo, de esos que ponen en las fiestas para protegernos de la lluvia imprevista, luce incómodo; incrustado en el espacio limitado por los dos edificios y en el centro, el árbol, florero natural, no deja dudas sobre su protagonismo. La gente ya ha ocupado todas las sillas y en los alrededores se mueve un público variopinto: ejecutivos de traje gris con corbata a juego; músicos de blue jean que llevan su instrumento en un estuche sobre sus espaldas y algunos curiosos sorprendidos por la música cuando salían del edificio para tomar el Metro.

Preludio
Los micrófonos difunden la voz del responsable de este atardecer diferente: el Gerente General de Econoinvest, y Federico Pacanis, abre el telón virtual para que salgan los músicos. Uno a uno vamos conociéndolos a ellos y a su pareja: el instrumento elegido como compañero de vida musical. Empiezo a revolotear para tener distintos puntos de vista y de oído. Un par de amigos salen a mi encuentro, hace tiempo que no los veía. Omar y Trina eran abogados hasta que un lúcido día descubrieron que, con sus manos, el vidrio y el metal hacían cosas mucho más lindas que con las leyes. Más tarde me tropiezo con Rogelio, entrañable compañero de la Facultad y me alegro mucho de que haya abandonado por dos horas su oficina para disfrutar de la música. Sigo girando para encontrarme con un fotógrafo ataviado de azul y koala estrambótico rojo desteñido, la descripción es suya, no mía. Se trataba de una cita a ciegas porque Alexander iba a llevarme unas fotos que le encargué a toda carrera.
De fondo la excelente música del grupo: a ratos jazz, a ratos neo-criolla o neo-folk acompaña la conversación. La emoción va in crescendo, nos envuelve y provoca reacciones y comentarios favorables. Una pieza en solitario no admite etiquetas, pero la interpretación de Aquiles Báez crea un clima intimista, de reflexión, de recogimiento.

Clímax
Poco a poco la atmósfera se transforma, las parejas que forman el músico y su instrumento se compenetran cada vez más. No podemos ni queremos conversar, sólo dejar que la música nos invada, nos eleve del suelo, nos gobierne el cuerpo. Los brazos de Aquiles Báez rodean su guitarra. Curvilínea madera arquetipo de la perfección que anhela toda mujer. Una de sus gruesas manos recorre un cuello, no un mástil, acariciando trastes y pulsando cuerdas; unas veces con dulzura, otras con fuerza, siempre con pasión. La guitarra –convertida en mujer amada– responde con sus acordes a cada caricia: piel de madera que susurra, gime, grita, jadea; mientras él más le exige, ella más le da. Sobre el escenario se funden, son uno solo, pero el goce es de todos los que estamos allí. A su lado, Anat Cohén toca el clarinete mientras baila, sonríe satisfecha, su boca de mujer provoca los sonidos que ese fálico instrumento nos regala, perfecta armonía de notas y movimiento. De fondo, el bajo. Instrumento tan oscuro como indispensable que en manos de Roberto Koch cobra nueva vida. No hay tiempo de reponerse a esa fuerza sensual y provocadora cuando sube al escenario una bailarina de flamenco, sin flores en la cabeza, sin faralaos en la falda –porque no hay falda– sino un pantalón y una blusa negros cubiertos por una mantilla también negra. Pero sólo hasta allí llega la rigurosidad, lo que acompaña sus acompasados y vibrantes movimientos son las manos fuertes de Adolfo Herrera que cabalga un cajón de madera arrancándole sonidos imposibles. Percusión en manos, en piernas, en pies; gestos sensuales, expresivos y un par de ojos de fuego que sigue al otro. El público contagiado aplaude eufórico, grita, corea, multiplica los “bravo” y los “ole”. Varios de los músicos que hasta ahora habían permanecido como anónimos espectadores suben a escena y se incorporan a esta fiesta de ritmos, de melodías sin etiquetas, sin censura, sin gentilicio. Tras el flamenco, vienen el tambor, la fulía y la salsa. A estas alturas, ya mis manos han abandonado la libreta y el lápiz con los que apuntaba algunos detalles, pero mis pies se mueven siguiendo cada acorde, cada giro de la melodía. El entusiasmo es el amo de todos, músicos y público se unen a esa alegría que contagia la música, que entra por los oídos apoderándose del cuerpo y del alma.

Coda
No importa que cuando vayas en el carro y te distraigas tarareando una canción, el de atrás, impaciente, te toque tres veces la corneta. No importa que aquel peatón se coma la luz y te haga frenar de golpe; mucho menos, si antes de que suene tu tema favorito, sale el locutor con esa letanía del “A, B y C” que impuso el gobierno.

No importa que mañana te tengas que levantar a las 5:30am para no llegar otra vez tarde al trabajo; total, Caracas sí tiene quien le cante y no se cala etiquetas.


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