Mitchele Vidal | @imagenesurbanas

domingo, 27 de agosto de 2017

VIÑA DEL MAR


Cuando vi saltar las olas sobre la balaustrada del malecón bañando el asfalto  pensé: El Pacífico como que no lo es tanto. Tiene su carácter pues. La lluvia y su velo gris cubriendo el mar me regalaban un paisaje extraño. A los que nacimos en el Caribe no nos cuadra eso de lluvia y mar; mucho menos mar y frío. En nuestra latitud tropical el mar siempre viene en combo: cielo azul, caloooor y cerveza helada. Las únicas nubes son las que forman los mosquitos.

Pero estoy en Viña del mar. Una ciudad cuyo nombre anuncia dos caras aunque en realidad tiene varias. Además, forma parte de este territorio austral de cuatro estaciones como Dios manda, así que el invierno llega, no importa si el mar está de por medio. ¡Y cómo llegó ese fin de semana! Varias horas de lluvia sostenida fueron suficientes para inundar calles y olvidar durante ese período lo que el mar suele traer consigo: navegación y disfrute.

Además del paisaje marino Viña tiene su estero, ese curso de agua que va hacia el mar y que bordaron con aires parisinos en contraste con dos largas filas de palmeras. Cuando no llueve se ven desde allí espléndidos atardeceres duplicados sobre aguas tranquilas.

Viña es un prisma cristalino pendiendo de las lámparas de uno de sus casinos y cuyas caras se iluminan indistintamente.

La primera que me viene a la mente es la del Festival. La reconocida cita anual donde desfilan los artistas y cantantes más populares urbi et orbi. Un escenario tan deseado como temido porque –dicen los entendidos– que el público del Festival de Viña del mar es tan generoso como inclemente. Un monstruo de mil cabezas que echa a volar gaviotas plateadas, regala orquídeas, pondera con aplausos pero también puede hundir en el olvido a quien no da la talla. Y esa cita, con sus bemoles anuales, se mantiene desde 1960 contra viento y marea. Es bueno recordar que este año no fue suspendida debido a los incendios forestales, porque la cifra de 150 millones de espectadores pudo más que las voces que se alzaron para pedirlo.

Luego está su lado turístico. El del verano de chicas doradas y niños felices. El de las vacaciones al sur del sur. Un imán que atrae no sólo a chilenos de otras regiones sino a viajeros del mundo entero con sus terrazas al aire libre y sus pisco sauer a toda hora.

Y están sus quintas. Aquellas construcciones palaciegas –unas con aires venecianos, otras franceses– todas cargadas de historias recientes aunque su arquitectura hable de tiempos remotos.

Como este fin de semana la mar no estaba para paseos al malecón ni visitas al estero de Marga Marga nos fuimos al Palacio Rioja, cuyo nombre de caldo español  albergó durante unos años, a la familia del empresario Fernando Rioja Mendel. Llegamos como cualquier mortal en visita museística y nos encontramos, con que el mismísimo nieto de Don Fernando, haría la visita guiada. Más vale llegar a tiempo que ser convidados, dijimos, así que, prestos, nos paramos frente al regio portón de la entrada principal y vimos como un sencillo y cálido Don Jaime Rioja  nos contaba, paso a paso y –sobre una alfombra dispuesta para cubrir el parquet de 1920– sus recuerdos infantiles de lo que a principios del siglo XX fue la casa de sus abuelos.  

Una visita deliciosa en realidad, cargada de anécdotas y en un escenario restaurado con esmero bajo la dirección de la alcaldía, para regalarle a los viñamarinos un poco del esplendor de aquellos años. La obra del arquitecto francés Alfredo Azancot no escatimó en darle a este edificio de principios del siglo XX, todo el boato de la segunda mitad del siglo XVIII. “Su decoración interior, es prolífica en elegantes muebles, cortinajes, vidrios biselados, puertas talladas, cielos, lámparas y textiles murales que llegaron desde España y Francia en barco a Valparaíso y desde allí, en carretas a su actual emplazamiento. La moda y estilo Imperio y Rococó de la época predomina en sus salones, recibos y gran comedor”. (1)

Le debía una crónica a Viña del mar, porque cuando fui por primera vez, hace dos años y medio, lo hice a la carrera y sin fijarme en sus bellezas. No era Viña en esa ocasión mi destino, sino Valparaíso y, para qué negarlo, Valpo me enamoró con su colorido trepando cerros y su mar calmo. Entonces Viña y mi paso rápido me dejaron sabor a poco. Ya era hora de poner a rodar la ruleta y apostar no a uno sino a todos sus números. 


(1): http://www.patrimoniovina.cl/articulo/monumentos-historicos/8/16/palacio-rioja.html

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