Mitchele Vidal | @imagenesurbanas

martes, 6 de diciembre de 2016

GASTIZAR



Toki Eder, Viscaya, Donosti, Gastizar… Si vives en Caracas estos nombres te suenan, te son familiares, porque son parte de nuestra herencia mestiza. Son nombres que trajeron los inmigrantes vascos quienes dejaron su impronta en muchas edificaciones construidas en los años ’40. Edificios modestos pero llenos de soberbios detalles, de graciosas cornisas,  blasones, cuidada herrería y balcones de cara a nuestro cielo casi siempre azul.

Pero hace pocos días la picota del “progreso” arrasó sin anestesia con el edificio Gastizar. Digno representante de la arquitectura neo vasca en Caracas proyectado por Miguel Salvador Cordón, delineante y constructor, nacido en el País vasco.

No vengo a debatir responsabilidades ni a disparar culpas porque los responsables somos todos: el alcalde  y su debilidad ante la arremetida de la administración central; el IPC (Instituto de Patrimonio Cultural) y su mora en las declaratorias patrimoniales; los inversionistas y su ciega voracidad inmobiliaria; los gremios –especialmente los de arquitectos e ingenieros– por su silencio cómplice y los ciudadanos. Aunque eximo a estos últimos; tal es la avalancha de calamidades de todo tipo: social, económica, financiera y de inseguridad ante las que se encuentran sometidos.

Pero duele igual. 

Duele ver cómo se deshace Caracas frente a nuestros ojos atónitos. Duele haber visto el estado en el que se encontraba el Gastizar y pensar, que en otras latitudes, habría sido objeto de una restauración y posterior adaptación a otros usos, si es que ese era el caso. Duele que quien proyectará sobre sus escombros –no sin antes asegurarse que no había prohibición de demolerlo- sea un arquitecto de trayectoria y no un firmante anónimo del que no tendremos noticias. Duele pensar que su vecino, el edificio Donosti puede correr la misma suerte. Pero sobre todo duele constatar que estamos tan mal, pero tan mal, que ni siquiera se pararon un momento antes de accionar el tractor y meditaron sobre qué podía conservarse. El rótulo donde está impreso su nombre, por ejemplo; algunos mosaicos y baldosas, la carpintería derribada sin pudor, la herrería, los cristales…

En cualquier ciudad con un mínimo de respeto sobre sus edificaciones estos elementos son retirados y depositados bien en el Museo de Arquitectura ¿nosotros tenemos un museo de arquitectura? bien en empresas que comercializan este tipo de elementos. 

Pero nada. No queda nada, como dice la canción de Yordano y a llorar a otro valle porque este ya está harto de lágrimas.




sábado, 13 de agosto de 2016

Los nuevos próceres



Cuando LuisRa Bergolla y yo convocamos el lunes de carnaval al primer recorrido de #CCSen365 no nos imaginamos que este proyecto sumaría tanto entusiasmo. 

Sabíamos que había sed de caminar, ganas de fotear con el teléfono y mejor aún, con una cámara, los rincones esquivos de Caracas. Además ¡por fin! teníamos nuestra gruía de arquitectura, Caracas, del valle al mar y venía cargada de información valiosísima. Lo que empezó con 28 viandantes –convocados por Instagram y Facebook– llegó a Los Próceres con 185 participantes.

185 personas. 

Una #manadaurbana que se reúne, cada mes, para rescatar el espacio público que nos ha arrebatado el miedo. No me detendré a dar cifras negras de robos y atracos en plena vía pública. No. 

Esas cifras están dolorosamente expuestas en los medios y peor aún, impresas en las tristes experiencias de cada familia venezolana. 

Lo que quiero resaltar aquí es el trabajo sostenido, constante, de LuisRa Bergolla, un comunicador social ganado al trabajo colectivo que ha cautivado a personas de todas las zonas de Caracas, de múltiples disciplinas y edades que van desde los 8 hasta los 70 y dele años. Todos con un denominador común: ser ciudadano y ejercerlo.
 

La ruta la marca la mencionada guía, nuestra brújula, como me gusta llamarla; porque allí  está reflejado el crecimiento de nuestra ciudad y los sectores en que está dividida encierran edificios y espacios públicos emblemáticos. Cuando diseñamos los recorridos tenemos que escoger, sí; ¡pero todos los sitios son buenos y están esperando por nosotros! 

Así que luego del Damero fundacional, la Nueva Caracas, Apartir de El Paraíso, La ciudad Universitaria y Hacia El Cementerio, le llegó el turno a La entrada al sur, marcada por el eje urbano dedicado a los Próceres de la Independencia. El gran eje urbano trazado por Luis Malaussena en 1956. 

El punto de encuentro fue la Plaza Los Símbolos, donde se alza una escultura de Ernesto Maragall y para hablar de esta obra, sus particularidades y anécdotas, contamos con la gratísima participación de María Fernanda Maragall, nieta del escultor catalán y fiel colaboradora de #CCSen365.

La plaza era el lugar ideal para realizar la dinámica conocida como “el reloj humano”, donde gracias a la colaboración de los “centinelas urbanos” todo el grupo se divide en varios círculos concéntricos para conectarse cara a cara y re [conocerse] –acaso ya se han visto en las redes– pero faltaba el contacto en 3D. 

De allí partimos #guaposyapoyados a recorrer el Sistema Urbano de la Nacionalidad. Este conjunto urbano –unitario y lineal– está trazado desde la Universidad Central de Venezuela hasta la Academia Militar. Precisamente, y según nos contó la profesora Silvia Hernández de Lasala, el objetivo de Luis Malaussena fue conectar estas dos sedes académicas y dotar a la Fuerza Armada de espacios que la enaltecieran. El Sistema de la Nacionalidad está conformado por cuatro sectores diferenciados unidos por un gran eje: el Paseo Los Símbolos; el Paseo de Los Precursores, concebido como lugar de intercambio entre lo civil y lo militar donde también hay una obra de Maragall; el Círculo de las Fuerzas Armadas, como centro social y de esparcimiento y la Avenida de Los Próceres con área para desfiles militares y grandes eventos.
 
La presencia de Maragall se extiende desde Los Símbolos hasta los dos monolitos custodiados por los próceres de bronce, y en ellos están representadas las cuatro batallas que dieron la independencia a todos los países de Suramérica: Carabobo, Boyacá, Pichincha y Ayacucho, con hermosos relieves realizados en mármol travertino.

Este proyecto es posible gracias a los colaboradores y estamos hablando de 30 centinelas urbanos que velan porque el grupo se mantenga cohesionado. También nos acompañan 30 fotógrafos que además de registrar los espacios van contando con sus imágenes cómo se desarrolla la jornada y cuánto disfrutan los participantes. En esta ocasión, con record de asistencia, los 185 participantes se dividieron en dos grupos: uno liderado por LuisRa y el otro por Gustavo Izaguirre, arquitecto y actual decano de la Facultad de Arquitectura de la UCV. 

Hablando de alianzas contamos con On Spot me, una aplicación que se vale de la geo localización para compartir contenidos y comentarios durante los recorridos; un dron guiado por Luis Velutini que nos acompañó a ras de los árboles para dejar registro, desde las alturas, de nuestra coreografía urbana y dos emprendimientos sobre ruedas: bici gourmet y tetas heladas. Dulces criollos y heladitos para contentar los paladares. Muy oportunas ambas porque la caminata sacia el hambre de ciudad pero abre el apetito.

Hubo tiempo y ganas de entrar al Salón Venezuela del Círculo Militar. Esta visita generó dos reacciones muy distintas: asombro en los ojos de quienes disfrutaban de este espacio por primera vez y estupor –por el lamentable estado de deterioro en que se encuentra– para quienes vivimos este espacio, diseñado por el Arq. Francisco Pimentel, en la plenitud de su belleza. Allí se dieron innumerables fiestas de graduación y matrimonios. Hoy es otro reflejo de lo que vivimos. 

Sin embargo #CCSen365 llevó a los nuevos próceres –los ciudadanos de a pie- a re [encontrarse] con sus pares de bronce. Si antes hacían falta espadas y caballos para vencer obstáculos ahora necesitamos voluntad y amor por nuestra ciudad para rescatar nuestros espacios urbanos. 

                   
                    Los ciudadanos son los nuevos próceres. ¡Viva la civilidad! ¡Viva la ciudad!

lunes, 4 de julio de 2016

Cuando pasó el temblor



Escribo esta crónica conmovida por el especial publicado por @ArquitecturaVzl sobre el terremoto que asoló a Caracas, el 29 de julio de 1967. Este es uno de esos tema que pasé años eludiendo, pero aquí voy.


Lo único que no recuerdo es el ruido.

Ese rugido de la tierra mencionado por quienes hablan del terremoto que partió en dos las celebraciones de Caracas cuatricentenaria. Lo he escuchado –por primera vez– en el audio del especial mencionado. No recuerdo el ruido porque en mi casa, piso 7 del edificio María Laya, lo que yo oía era el batir de mi corazón asustado. Un corazón que habitaba el cuerpo de una niña de 7 años y que no entendía, no entendía nada de lo que estaba pasando.

Pero vayamos al principio.

Entonces yo vivía con mi mamá, su esposo y padre de mi hermano menor y con mi hermana, mi querida Licha, fallecida el año pasado. Mi casa era uno de esos apartamentos pequeños en una ciudad grande. Una ciudad caminable, que me llevaba a pie al colegio, al abasto, al parque: al del Este y al Miranda. Una ciudad donde patinaba en diciembre y bajaba las escaleras corriendo a comprar un “morocho” para picarlo en dos partiendo su lado flaco con mis dedos entumecidos de frio. Entumecidos pero contentos del dulce que nos esperaba a Licha y a mí. Un helado que costaba medio y alcanzaba para dos. Para los que no tienen ni idea de qué moneda era esa, un medio era la cuarta parte de un Bolívar. Aunque me refiero a la moneda y no al Libertador, lo escribo en mayúscula porque ese bolívar era tan fuerte que con poco más de cuatro y medio, compraba un dólar.

Sigo.

La noche del terremoto estaba en mi casa Martín, hijo del anterior matrimonio de Juan, mi padrastro. Mi casa, gracias al carácter afable y cariñoso de mi mamá fue un buen ejemplo de “los tuyos, los míos y los nuestros”. Así que Martín se sumaba los fines de semana.

Cuando se estremeció la tierra cuatro niños estábamos en una habitación: Juanito, de poco más de un año; Licha de cinco, Martín de seis y la suscrita de siete. Una escalerita de chamos pues. Los tres grandes en una litera y Juanito en su cuna. Ya estábamos acostados, aunque no dormidos; así que conversábamos y nos reíamos, como todos los niños. Mi mamá y Juan veían la televisión. Creo que un concurso de belleza.


Antes de que todo empezara a moverse Juan y Nelly, mi mamá, estaban en el cuarto abrazándonos. Los seis nos convertimos en una masa de miedo. Creo que les preocupaba que Licha y yo nos cayéramos de la parte alta de la litera. A mí en cambio me preocupaba que el techo se nos viniera encima. Para aumentar la sensación de movimiento yo veía moverse unas luces. Era la lámpara del comedor; que se mecía como un columpio sobre la mesa, de un lado a otro, con furia, pero sin tocar el techo. Todo era un estrépito. Supongo que libros, ollas, cuadros, todos fueron a dar al suelo.

Les juro que no sé cuánto tiempo pasó. No me refiero al tiempo “oficial”. Me refiero a lo eterno del conteo cuando tienes miedo, cuando no entiendes nada y miras aterrado a quienes crees que saben todo: tus padres, pero ellos tampoco tienen una respuesta. Solo hacen lo que pueden: te abrazan, te protegen.

Cuando por fin el movimiento cesó y vimos que estábamos de una pieza abrimos la puerta y bajamos las mismas escaleras que me llevaban a la ciudad amable, pero esta vez no sabíamos con qué nos íbamos a encontrar.

49 años después tengo un black out. No recuerdo la escena de planta baja. Ese vacío de mi memoria se conecta hasta llegar –en carro, no sé cómo– a la Plaza Altamira. Una especie de refugio a cielo abierto donde todo era oscuridad, humo y miedo. Juan nos dejó en el carro con mi mamá y se fue hasta la segunda avenida de Los Palos Grandes, porque mis tíos y primos vivían allí y mi mamá estaba desesperada por saber de ellos. Es bueno recordar que no existían los celulares, ni las redes sociales…

Lo peor vino después. Aunque estábamos sanos y salvos no podíamos entrar a nuestro apartamento. El María Laya había resistido como un titán la furia de la tierra pero no puedo decir lo mismo del Neverí, del San José, del Mijagual, del Palace Corvin. Todos edificios vecinos. Todos reducidos a una montaña de escombros y polvo. Todos hechos muerte.

En mi calle, la primera avenida de Los Palos Grandes, me habían cambiado los heladeros por bomberos. Las aceras por ruinas. La confianza por miedo.

Después de varios días de asombro, de dormir en otras casas, de extrañar el colegio, de escuchar anécdotas macabras volvimos al María Laya. En esa época mi mamá trabajaba en la casa así que nos quedábamos allí de día, esperando a que Juan saliera del trabajo y nos pasara buscando. Nos daba pánico dormir allí. Con la oscuridad llegaba el fantasma del terremoto y nos quitaba el sueño.

Pasamos varias semanas del timbo al tambo. De Los Dos Caminos a El Junquito y de allí a El Cafetal. Varios amigos nos cobijaron hasta que mi mamá y Juan decidieron mudarse a la Trinidad. Ciudad satélite adonde íbamos a pasear los domingos.

La Trinidad con su neblina a las siete de la mañana y un autobús verde claro que costaba un real: el precio de dos morochos. En la Trinidad no hubo terremoto. No había miedo y el sueño podría vencer al temor.

Y así fue.

Llegamos a la Ciudad satélite de Caracas cuando había tantos terrenos vacíos que allí se coleaban los toros de las fiestas patronales de Baruta. En la Trinidad hicimos vida mis hermanos y yo desde primaria hasta la universidad y seguimos recibiendo a Martín, quien llegaba dos horas después desde la Florida y sacando pasaporte, como nos decía riendo.

¿Por qué se vinieron tan lejos? -Preguntaban todos. -Por el terremoto.

Cuando pasó el temblor de la tierra quedó el del corazón, pero La Trinidad nos quitó el miedo y poco a poco se fue volviendo nuestra casa. En un apartamento pequeño de una ciudad satélite que no llegó a tanto. Hoy es apenas otra urbanización de la Gran Caracas.

Perdonen la vaguedad. Apelo a mi difusa memoria 49 años después. No tengo a nadie a quién preguntarle si recuerda algo más que yo. Mi mamá y Juan murieron. Mis hermanos eran más pequeños y supongo que sus recuerdos son aún más nebulosos que los míos.

El María Laya permanece intacto. Sus balcones aún exhiben esa cerámica brillante que atribuyen al arquitecto italiano Gio Ponti y que está en muchos edificios de aquella época. Apenas unas rejas cercan hoy lo que fue mi patio de infancia. Pero eso no es raro en Caracas; rejas y muros se han apoderado de nuestros frentes, han cercado nuestra vista y limitado nuestros juegos pero esa, esa es otra historia.

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