Hoy, 19 de octubre, lo único que amaneció intacto son las flores.
El Metro está cerrado, después de 44 años de servicio, tras una noche larga de destrozos donde Santiago fue humo, gritos, fuego.
A la protesta estudiantil -inicialmente en forma de evasión organizada- se sumó una ola de vandalismo cuyo saldo son 300 detenidos, 11 civiles lesionados, 16 autobuses dañados y 41 estaciones destrozadas.
También sonaron cacerolas. Aún suenan. Esa forma de protesta legítima, que alude al hambre presente en las ollas vacías, se convirtió en telón de fondo del caos ciudadano.
Yo me siento en un loop infinito. Oigo el repicar de ollas, veo carabineros, cascos, botas y me erizo. Y vivo lejos de las comunas afectadas. El gas lacrimógeno no traspasa la pantalla de mi celular, no me arden los ojos. Pero sí me duele [re] vivir lo amargamente vivido.
Leer cómo se justifica la violencia diciendo que es respuesta a otras formas de violencia apunta exactamente al lugar donde queda mi hígado. Como si hubiera una violencia buena y una mala.
El lunes, cuando 2.600.000 ciudadanos que usamos el Metro no sepamos cómo transportarnos ni a qué hora llegaremos, nos daremos cuenta de que el servicio más caro es el que no se tiene.
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