jueves, 16 de enero de 2020

Santiago en llamas



Hijaúnica se fue de Caracas a los 18 años. Atrás quedaron su cupo en la UCV, un cuarto con grafitis y su mamá –o sea, yo– una caraqueña empedernida. Quizás deba decir que era 2014 y Venezuela estaba, otra vez, encendida.

Las video llamadas sustituyeron nuestras conversaciones. Hijaúnica me hablaba de la ciudad homónima que la cobijaba: Santiago de Chile. Esa ciudad oculta tras la cordillera que se fue convirtiendo en faro para los migrantes venezolanos.

Pasaron dos años, la distancia se hizo mucha y decidí venirme a Chile aunque en Caracas tenía trabajo, amigos, casa, carro, gato y un amor intermitente. Lo que no tenía era agua, Internet, paciencia para las colas ni estómago para los franelaroja.

El cambio fue brusco, pero los cambios me ponen tan de buen humor como el chocolate. Entonces, encontré trabajo pateando una ciudad desconocida donde podía cumplir un sueño raro: vivir sin manejar.

Viajaba en Metro, en “micro” –como llaman en Santiago a unos autobuses enormes– y también a pié, por supuesto.

Llevaba mi acento a cuestas como una guacamaya. Lo peor no es que fuera difícil entender lo que me decían, ¡sino que ellos tampoco me entendían a mí! Me fui haciendo bilingüe, sumando al equipaje migratorio un diccionario de sinónimos.

-       ¿Cambur? ¿Qué es eso? Hay plátano.
-       No es para freírlo, sino para comérmelo solo quitándole la concha.
-       ¿Concha? ¡Eso es un garabato!
-       ¡Pero si yo no estoy dibujando!
[Aquí en Chile los “garabatos” son las groserías].

El primer aprendizaje es reconocer que el español es tan ancho como la geografía donde habite, aunque Chile sea delgadito.

Hace tres años, cuando aterricé aquí, no había comenzado la avalancha de paisanos y muchas veces me preguntaban si era colombiana. Yo explicaba  que los venezolanos del centro hablábamos “parecido” a los colombianos de Santa Marta, Barranquilla y Cartagena. De tanto repetir esa frase me salía con el son de Billo’s Caracas Boys… ¡Cedulazo en plena Alameda! Otras veces, descifraba el enigma de un chileno que trabajaba con una venezolana: “Pero, habla muy distinto a ti”… Cuando le pregunté de dónde era, me dijo: de Maracaibo. ¡Umm!... ¡Cómo te explico!

Cambiando de acentos a geografía hablaré de un par de hitos que hermanan a Santiago con Caracas. Me refiero a La Cordillera de Los Andes y al río Mapocho. Los que nacimos junto a El Ávila encontramos consuelo en la madre de todas las montañas del sur, aunque sus curvas no sean sinuosas sino afiladas y su tez muestre tantas caras como estaciones tiene esta ciudad austral.

Lo que sí es igual, aunque injusto, es la mala onda con el Mapocho, el río sepia de Santiago. A pesar de su turbio color –porque es un torrente arrastrando sedimentos minerales– está saneado desde hace 10 años. Sin embargo, junto con las piedras, carga todo tipo de insultos y la ciudad sigue dándole la espalda. Los proyectos que lo quieren integrado a la trama urbana duermen en gavetas burocráticas.

Pero estos eran recuerdos válidos hasta hace apenas tres meses. El 18 de octubre ardió el Metro junto a 500 autobuses. El “oasis latinoamericano” resultó ser un geiser como los de Atacama. A 7.000 Km. de Caracas retumbaron cacerolas, ardieron barricadas, lagrimearon mis ojos, el asfalto sufrió de verde oliva y el aire sigue esparciendo consignas; algunas tan conocidas que me asustan. La lista de exigencias es larga y la violencia contra la ciudad, brutal. Son doscientos, los ojos vacíos que lloran.

¿Qué pasará? No sé. No me hagan preguntas difíciles.

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