
En 1989 cuando el Metro era apenas un recorrido subterráneo de Propatria a Chacaíto y viceversa, Myron garabateaba sus primeras letras y en sus dibujos, siempre se destacaba la imponente M con la que aprendimos a identificar a esa suerte de progreso bajo tierra en que se convirtió el Metro para todos los caraqueños. Era tal su fascinación por ese tren emblema de la modernidad -juguete a gran escala- que su mamá lo llevaba de paseo para disfrutarlo juntos. Me cuenta que se iban los dos en un viaje de ida y vuelta, deteniéndose en cada estación, y que, una de las cosas que más le gustaba del recorrido era ver cómo la luz entraba a raudales en la estación Caño Amarillo para robarle de un solo golpe la oscuridad al vagón en que se encontraban. Entonces había sitio para todos, y era común encontrarse con usuarios primerizos y desorientados en busca de algún guía. Los parlantes vociferaban si algún usuario descuidado ponía sus zapatos sobre las paredes de la estación, o peor aún, si dejaba caer un papel al piso; encerrado en el vagón y a la vista de todos los que en ese momento lo acompañaban en el recorrido, una voz en off describía al trasgresor y todas las miradas desaprobatorias se posaban sobre él. Mucho se ha escrito sobre la incidencia de la normativa impuesta para los usuarios del Metro y cómo el mismo ciudadano se comportaba de forma distinta unos cuantos metros bajo tierra. Cuenta Tulio Hernández -en un artículo publicado en el diario El Nacional- que el novelista Manuel Vicent escribió una crónica describiendo el extraño fenómeno de una capital en la cual los mismos ciudadanos que en el subsuelo se comportan de forma civilizada y cuidadosa, una vez en la superficie se convertían en una especie de bárbaros trasgresores de toda norma de civilidad y convivencia.

Pero así como el Metro fue creciendo hasta llegar a Palo Verde y ramificándose primero hacia El Silencio y después hacia la Ciudad Universitaria, Myron también cambió de rumbo: un carro conducido por su mamá e interminables colas, fueron su compañía durante varios años todas las mañanas de una a otra loma del sureste. No sólo escribía y leía cada vez mejor restándole importancia a esa M de sus primeros juegos, sino que su vida de niño y adolescente se desenvolvió de un lado a otro de la ciudad pero sin necesitarlo. Fue como cuando dejamos olvidado en un rincón al que fuera nuestro juguete favorito porque ya estamos muy grandes para divertirnos con él. Durante todos esos años y en compensación a ese particular olvido, al Metro le llegaron miles de nuevos usuarios. Junto con la madurez, nuevas estaciones se fueron sumando y con ellas, una cantidad importante de ciudadanos se vio beneficiada. Arriba la ciudad hierve y abajo cada vez más gente aprende a desenvolverse con soltura en esa red que se va tejiendo poco a poco. Ahora la queja es que ya es insuficiente; de todas partes llegan los usuarios acalorados apurando el paso, porque el que no se pone las pilas para subirse de un tirón –aunque en ese movimiento empuje a unos cuantos– ¡se queda!, o peor aún, le sucede lo que vi con mis propios ojos: la turba enloquecida en sus dos corrientes -los que entran y los que salen- atropelló a una señora que gritaba desaforada porque una de sus piernas se atracó en la ranura entre andén y vagón. Yo me quedé paralizada, atiné a hacer nada y el pánico era, por supuesto, que el tren arrancara con la pierna de la señora hundida hasta el muslo. Menos mal que un hombre reaccionó rápidamente pisando con furia el botón de la alarma para impedir que aquel horror se concretara. Al fondo un parlante ronco anuncia: “Dejar salir, es entrar más rápido”.

Un buen día Myron se mudó del sureste a El Rosal y retomó sus andanzas en el Metro, morral al hombro y sueños en su cabeza de adolescente estrenando la UCV. Cuando se graduó de bachiller, se inscribió en la nómina de los usuarios habituales: de lunes a viernes, dos veces al día, con boleto azul y tarifa preferencial de estudiante. Algunas estaciones se las conoce de memoria: Chacao, Plaza Venezuela y Ciudad Universitaria por eso de los planos, las maquetas, los libros. La California, por aquello del amor. Fue justamente regresando de la estación que lo lleva hasta donde lo despiden con varios besos, que se paró a esperar el tren justo debajo de la video-cámara -“Es que ese el lugar es más seguro” me dijo, y fue allí donde se apareció aquel fulano con pinta de andar medio asustado, chaqueta azul y manos en los bolsillos. “Entonces, brother, ¿Cómo está la vaina?” Myron sabía que no tenía ninguna vaina que contarle a ese tipo, pero igual hizo como que sí, mientras rogaba que el vagón llegara rápido. La gente caminaba a su alrededor, incluso un par de policías uniformados; cuando los vio le dijo al malandro en su mismo léxico: “Pana, ahí hay un par de azules” –“Qué va mi pana, no te pongas cómico, que lo que yo tengo en esta mano es un yerro, así que dame tu celular y venga esa cartera, a ver si hay al menos para unas birritas, y de paso te informo, que allá arriba está mi hermano y ese sí que es mala nota.” Mientras abordaban el tren, el celular y la cartera cambiaron de mano, pero lo peor es que como el teléfono es de esos con cámara, el tipo ya sabía hasta de qué color son los ojos de la novia de Myron. Esta vez la falta de dinero obró el milagro, porque la cartera del estudiante estaba tan escuálida como la del malandro, así que éste se bajó en la próxima estación a buscar otra presa. Myron pasó de largo por Chacao por miedo a que lo estuvieran siguiendo y se bajó en Altamira, no sin antes voltear varias veces para atrás. Después de andar varias cuadras a pie, con la cabeza hecha un lío y el corazón a punto de salírsele del pecho, llegó a su casa; su mamá tenía el teléfono al oído y el susto le desdibujaba la cara. “¡Hijo, qué bueno que estés aquí, porque me acaban de llamar para decirme que te tenían secuestrado! ¿Qué broma tan pesada, no?
Hace poco tiempo estrenamos 4 estaciones en esta ciudad tropical donde todo se resuelve entre la lluvia y el sol. Pertenecen a una línea 4 al rojo vivo que sólo existe en los carteles que la anuncian como la gran obra del gobierno, porque en los planos, apenas se entiende como una prolongación de la línea 2 que corre paralela a la línea 1. Son amplias y un aire tecno marcado por paneles metálicos, barandas de vidrio y pisos rodantes las distingue del resto. No hay obras de arte ni escaleras mecánicas ¿por ahora?, pero están ávidas de ser descubiertas y transitadas como sus antecesoras. Los usuarios que las recorren se muestran desconcertados, y nos recuerdan a los que venciendo la incertidumbre que da lo desconocido se aventuraron hace casi 30 años, a transitar por la ciudad subterránea, la malquerida paralela. A Myron, después del susto del robo le costó un poquito volver al Metro, pero el primer amor siempre trae consigo una desilusión y aunque son diferentes los sabores que nos impregnan en la memoria, no podemos seguir adelante sin recordarlos, mucho menos, sin perdonarlos.