

Caracas nos acoge a todos por igual. Ya sea los hijos que ha parido en cualquiera de sus casi olvidadas esquinas y en sus múltiples laderas, o a los que viniendo de todos los rincones del país y viviendo aquí desde hace mucho tiempo, no la asumen como suya sino como una ciudad de paso -una ciudad prestada- de la que no tardan en huir a la primera oportunidad sin que les quede nada por dentro. Caracas se me antoja de una femineidad abrumadora, maternal, sumisa, tolerante, supeditada al Ávila, que se yergue imperturbable y protector.
Caracas como toda mujer que se precie, es contradictoria: verde y gris, del color que le preste la luz que la viste; alegre y triste, fiel y desleal, amada, acaso odiada, ahora temida, generosa, sin rencor. Estoica: ante la afrenta de la basura responde con una flor silvestre; en la barrera de concreto que rodea sus autopistas crece un verde imposible: la incipiente hierba se abre paso y provoca una sonrisa en medio del tráfico; el ruido de tantos carros no opaca el pregón del buhonero; ni siquiera el humo enturbia su imperturbable luz, cegadora a veces, cálida siempre.
“Y veo el cielo, la luz, las matas...” el Aula Magna, El Parque del Este, los niñitos con su lonchera como almohada cuando apenas amanece, un mercado ambulante en el tráfico: Coquitos, banderas, periódicos, piratería grabada en libros y cassettes, mamones o ciruelas según la temporada. La rápida transición de rojo a verde en una avenida alcanza para todo, hasta para un sencillo acto de malabares. Saltimbanquis urbanos y sonrientes pasan raqueta con su sombrero de colores, compitiendo en cada esquina con los vendedores de la suerte.
Y pienso: Caracas es una mujer, ancha, desprendida, desinteresada.