Mitchele Vidal | @imagenesurbanas

viernes, 26 de diciembre de 2008

QUITO, la bella

Por estas fechas suelo dejar Caracas asì que antes de irme les dejo una crònica de Quito que escribì hace màs de 3 años. Con estos recuerdos van mis mejores deseos para el pròximo año, el 2009 que se presagia difìcil tanto en lo econòmico como en lo polìtico. Amanecerà y veremos pero igual, ¡FELIZ 2009!

Siete años después volví a Quito, esa pequeña ciudad amable construida nada menos que en las faldas de un volcán: El Pichincha.

Muchas cosas han pasado desde entonces, entre ellas 5 presidentes movidos por una sociedad convulsa golpeada por las malas políticas económicas; conflictos fronterizos; marcadas diferencias sociales e inclemencias del tiempo.Sin embargo, el centro de Quito –imponente por su arquitectura barroca, huella de españoles en tiempos de la colonia y de la explotación de mano de obra indígena– está más hermoso que hace siete años. Fue muy agradable recorrer sus empinadas y estrechas calles plenas de edificios restaurados; plazas y palacios libres de vendedores informales y, concurrida por ciudadanos custodiados por una policía municipal que se ha impuesto la meta, y la está cumpliendo, de reducir el delito en esta zona. Hermosas iglesias ricas en ornamentos internos, edificios históricos y monumentales casas donde habitaban las familias acomodadas en tiempos de la colonia.Reconozco que cuando recorría sus empedradas calles con sabor a historia independentista un frío erizaba mi piel y no era sólo el que produce estar a 2.850 m. de altura, sino el de constatar una vez más, que si es posible darle nueva vida a edificios centenarios que se mantienen incólumes a pesar del paso del tiempo y de los muchos terremotos que han azotado a esa ciudad desde tiempos inmemoriales. Pasear por la Plaza de la Independencia custodiada por el Palacio Presidencial, La Catedral, El Palacio Arzobispal y recorrer esos espacios renovados donde emergen pequeñas galerías de arte; acogedores cafés; restaurantes típicos y tiendas de artesanía, me produjo una envidia melancólica –menos cáustica que la cochina envidia– de saber nuestro humilde casco central vacío.
Mientras caminaba por la quinta que fuera residencia del Mariscal Sucre fui escoltada por un soldado raso que fungió de guía. Ahí reviví esa parte de nuestra historia común aspirando el olor de muebles de madera oscura, testigos silentes de tantas conversaciones. Mientras me miraba en espejos que reflejaron sueños, entonces imposibles pero ya materializados, me impregnaba del aroma de una época plena de luchas e ideales.

Fue muy fácil imaginar a Bolívar recorriendo esas calles y a Manuelita esperarlo con más pasión que pudor. Me quedé con las ganas de visitar su casa, de ver algún cuadro que me trajera de vuelta su rostro, así que Manuela sigue teniendo en mi mente la imagen sepia de Beatriz Valdez, la que pintó Diego Rísquez, y el carácter avasallante y desenfadado que le imprimió Denzil Romero con su vertical sonrisa.

Cinco días de viaje fueron suficiente para hacer de todo un poco. Conocer, pasear y degustar deliciosos platos típicos abundantes en pescados y mariscos. Por las noches en el resturant del hotel disfrutamos de un “canelazo”: indescriptible infusión de naranja, parchita, canela y quién sabe cuántas especies aromáticas más, que envolvía la garganta en una cálida y aterciopelada estela de múltiples aromas y sabores. Paladearlo es darle cobijo al interior del cuerpo ya que por fuera lo abriga un poncho. En la mayoría de los sitios que visitamos las únicas voces que se oían eran las nuestras, por lo tanto le pedía a mis compañeras –y me incluía– que bajáramos la voz. Los ecuatorianos y los quiteños sobre todo, no hablan, musitan y eso para los que venimos del Caribe no es fácil de asimilar.

El drama nacional es el exilio. Han salido tantos ecuatorianos a España, a Estados Unidos y al resto de Latinoamérica que todas las familias tienen a varios de sus miembros viviendo desterrados, lejos de su ciudad natal. Mi compañera de viaje en el avión que me trajo de regreso a Caracas venía por primera vez a visitar a una de sus hijas que vive aquí desde hace más de 20 años. Carmen tiene 6 hijos de los cuales 2 viven en España, uno en Texas y la otra aquí, sólo 2 siguen en Ecuador. Es tal la situación, que hay múltiples sitios en Internet donde se publican fotos y cartas de los exiliados para mantenerlos en contacto con sus familias.

Y aquí estoy de nuevo desde hace 10 días. Levantándome a la misma hora y ensayando nuevos caminos verdes para llegar al mismo sitio pero con menos tráfico. Entre una estación de radio y otra me entero que además del acontecer político y económico de costumbre, hay varias exposiciones interesantes; algunas pelìculas europeas y venezolanas nos dan una merecida tregua ante tanto tiro y tanta bomba made in Hollywood; nuestras editoriales dan a luz varios libros cada semana –incluso a veces paren morochos y uno no sabe cual leerse primero– la nueva música venezolana se divierte rebotando sin cesar gracias a la ley resorte, pero para llevar a Alejandra a conocer de cerca esa parte de nuestra historia que escribieron Bolívar y Sucre, voy a tener que tomar la ruta aérea Caracas-Quito en vez del metro Chacaito-La Hoyada. ¡Vale la pena, aunque el pasaje salga un poquito más caro!Mitchele Vidal Caracas, mayo de 2005

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