Los primeros
pasos en una ciudad siempre me llevan al más reconocido de sus espacios
públicos. Y si la ciudad que visito es latinoamericana, este espacio es –por obra
y gracia de la historia y la tradición– la Plaza de Armas. Allí donde se hizo
el gesto primigenio de fundar, por estrategia del conquistador o por el hecho de
imponerse sobre huellas indígenas. Allí
donde partió la cuadrícula y la plaza limita con La Catedral, la sede del
gobierno y el mercado. En Lima, este espacio fundacional tiene el nombre de Lima cuadrada y hoy, 483 años después,
le ofrece al peruano y al visitante un espectáculo de arquitectura y civilidad.
La Catedral de Lima se alza como si no hubieran
pasado 396 años desde su culminación, sin embargo, cada época le dejó impresa la
gran variedad de formas estilísticas que exhibe oronda: gótico isabelino,
renacentista, barroco, neo clásico y neo colonial. Su interior, desarrollado en
una impresionante nave central y dos laterales, está conformado por 14
capillas, a cuál más elaborada y profusa en maderas talladas, filigranas de
hierro, retablos exquisitos y mosaicos venecianos como la del Conquistador,
Francisco Pizarro. Reza el folleto recibido, tras pagar 10 soles de entrada,
que “para los limeños su iglesia mayor era un verdadero relicario y
holgadamente podían envanecerse de ello”. Y ya sabemos, aunque la iglesia pregone humildad las catedrales no lo son.
Por los
alrededores se ven turistas posando para sí mismos, y como yo paso de selfies, es un policía quien se ofrece a
dejar mi testimonio gráfico sobre el cambio de guardia del Palacio de Gobierno. Hablando de seguridad no escatiman las
autoridades en apostar guardias cuidando muros y calles. Desde funcionarios
preventivos hasta aquellos cuyos aperos incluyen escudos anti motín. Yo miro para
otro lado: La Plaza Perú y su
fuente. Los corredores con nombres de oficios de otras épocas: Portal de botoneros o Portal de escribanos. Esos escudos me
traen tristes recuerdos de Caracas… pero sigamos en Lima.
El suelo y el
cielo están igual de limpios. Se esmeran los limeños en hacer de su casco
histórico un espacio para el disfrute. En los alrededores coinciden mercaderes
de artesanía, tejidos y souvenirs.
Una llamita como llavero, muchas botellas de pisco. Yo quiero una chicha morada
y refrescante. Cuando la encuentro, la apuro por mi garganta seca y agradecida.
Más allá limpian una fachada, detrás de un portal decimonónico cubierto hay
especialistas restaurando muros, descubriendo colores pasados, trabajando en la
hermosa tarea de restaurar para seguir teniendo belleza.
A estas horas el
estómago reclama más atención que los ojos y mis pasos buscan dónde probar el
primer plato en Lima. Qué compromiso. Un país cuya marca es la comida no puede
desilusionarte, no si amas la comida peruana. No si la comes antes de que tuviera
la bien ganada fama de hoy; porque tengo unos primos peruanos y desde niña
aprendí a comer pescado cocido en limón. El lugar que elijo es sencillo y lleva
un nombre del que luego aprenderé su significado: La Tapada. Pido lo que hay que pedir: una causa acevichada. O sea, una fusión de dos platos tradicionales. La
acompaño con jugo de lúcuma. Todo delicioso y además, la niña que me atiende
más que cordial es amable y se esmera en preguntar si me gustó. Luego de
afirmar con sonrisa y propina pago con gusto y sigo mi viaje. Apaciguada –por
ahora– el hambre de alimentos, continúa el hambre de ciudad.
Muchos pasos
más allá suenan bocinas, cornetas, parlantes, cláxones… todo depende de qué
parte de Latinoamérica seas, en lo que se refiere al léxico, por supuesto;
porque para los oídos es ruido puro y duro. Estás en Lima, es escandalosa y el
tráfico ¡Ay, el tráfico es terrible! Se siente como si los diez millones de
almas que allí habitan estuvieran golpeando el volante, exprimiéndole ruido aunque
no conduzcan. En algunos distritos hay prohibición de tocar corneta, así que en
los otros donde “está permitido” se descargan. No sé. Que alguien me diga.
Por suerte mis
pasos me llevan a la Plaza San Martín,
esa que preside el prócer rio platense y que, como todo Libertador monta un
brioso caballo de bronce, lleva charreteras y sigue inspirando loas patrias. Lo
cierto es que el conjunto urbano conformado por la plaza y los edificios que la
rodean es, por decir lo menos, impresionante. A pesar de que estas
edificaciones fueron construidas entre 1914 y 1945 existe una coherencia
volumétrica y formal que genera un todo armónico.
Así el Teatro Colón, el edificio Giacoletti, el Gran
Hotel Bolívar, el Club Nacional
y el Cine Metro enmarcan el espacio
público de mayor ebullición de Lima. Ahí se dirimen diferencias políticas, se
protesta y se reclama. Es el escenario por excelencia de la ciudadanía activa.
No presencié ninguna protesta durante mi estadía, pero es este un espacio vivo,
que los ciudadanos usan a plenitud y que, debido a una serie de mejoras urbanas
está retomando la importancia que merece y que tuvo recién estrenado.
Hecha la tarea
de la Lima colonial y republicana me lanzo a la Lima contemporánea con la
guía de una carcajada ambulante. Vanessa Rolfini, periodista gastronómica y
citadina empedernida, forma parte de la diáspora venezolana en el Perú. Ya no
estamos solos. Dondequiera que vayamos tendremos un amigo que nos acompañe en
nuestras andanzas, que nos devuelva al terruño así sea por una tarde. Planear
el viaje a Lima y contactar a gente querida allá, fue la misma cosa.
La caminata
con Vanessa fue larga y quién lo duda: divertida. Incluyó trayectos a pie y en
transporte público, constatando, ahora sí, lo que ya sabía: Lima es muy grande,
el tráfico denso y complicado. A sus más de 2.600 Km2 repartidos en 43
distritos se suman una trama enloquecida de autobuses, taxis sin taxímetro,
Uber compartidos y una buena tajada de transporte informal. Ya saben cuál es el
sound track…Ruido, mucho ruido, diría el gran Sabina a su novia peruana, pero yo digo: ¡hay
que moverse, para eso vine!
Nuestros pasos
nos llevan a una taguarita Nikkei con apenas 9 puestos y su chef –literalmente–
metido en la candela. Sale un plato mixto para compartir: arroz con mariscos,
ceviche y chicharrón de pescado. Acompañado con leche de tigre y chicha morada.
Se llama Al Toke Pez y es para comensales
más preocupados por el sabor que por la belleza del lugar, porque el sitio más
que sencillo, es austero.
No podía dejar
de asomarme a un mercado peruano y fuimos al de Surquillo, donde hay toda clase de mercadería profusamente dispuesta.
Es una fiesta para los sentidos el olor de las especias, el color de las frutas,
la variedad de alimentos de mar y tierra y el nombre que tiene cada una de
ellas en Lima. Todo un diccionario de sinónimos aplicado al arte de comprar y
cocinar. Tiene hasta su rinconcito venezolano con harina PAN y torontos. No
salimos con las manos vacías, por supuesto.

De este
hermoso parque pasamos a otro: Bosque El
Olivar. Pleno de árboles centenarios en plena ciudad y cargados del fruto
que convierte cualquier plato en una delicia oleosa y mediterránea. Para cerrar
la tarde fuimos a ver el atardecer en otro espacio público que es un auténtico regalo:
el malecón, que es un capítulo, o varios.
La experiencia
de ver el abismo entre la ciudad y el mar es impactante. De un lado una
caminería que ocupan ciudadanos, ciclistas, patineteros, corredores y mascotas.
Del otro el acantilado cubierto, en parte, por la hiedra; una gran cinta de
asfalto –la Costa verde– que desde
su construcción, en 1960, no ha dejado de ser blanco de críticas con argumentos
tan sólidos como férreos defensores, y al fondo, el mar: el Pacífico. Todos estos
elementos naturales y construidos arman un paisaje único al que se suman, en la
cota marina, corredores de olas y parapentistas audaces. Ir a Lima tiene como
tarea obligada esta vista, este paréntesis entre ciudad y naturaleza. Y es fácil
porque, como lo dice el título de esta
crónica: en Lima todos los caminos llevan al mar.
Al menú de
espacios históricos, sabores de una cocina de altura y el paisaje natural que
brevemente les describí, hay que sumarle una oferta cultural que incluye museos
tradicionales y muestras contemporáneas. El ejemplo perfecto para explicar esta
dupla lo constituyen el Museo Pedro deOsma y el Museo Mario Testino [MATE].
A visitar este dúo de imperdibles me llevaron Mercedes y Fernando. Seguimos con
la estela de queridos venezolanos por el mundo.
Hablando de
los museos, ambos están en las antípodas en cuanto a contenido, aunque los
separan solo unos pasos e incluso, puedes comprar una entrada y
visitar los dos. ¡Qué bien lo valen! Detallo: el Museo Pedro de Osma lleva el nombre de quien dedicó su vida a
juntar una gran colección del arte virreinal de los siglos XVI, XVII, XVIII, y XIX. Todas
exhibidas en una casona de ensueño, espléndidamente mantenida y con guías de
lujo. Ojalá que cuando vayas tengas la suerte de que Blanca Silva, historiadora
y apasionada por su trabajo te contagie con su convicción la valía de aquellas
joyas pictóricas.
El MATE
está dedicado a exponer la obra fotográfica de Mario Testino, artista peruano y
universal, que ha hecho vibrar los trapos de los más renombrados diseñadores de
moda y también los de su Perú natal.
Actualmente se exhibe allí una muestra de
trajes ceremoniales del Cuzco junto a las últimas fotos que Testino le hiciera
a Lady D, pasando por Kate Moss, Lady Gaga, por solo nombrar algunas de las celebridades que él inmortalizó. Es, además, una vitrina para artistas peruanos contemporáneos.
Todo esto y mucho más sucede en Barranco, zona poblada de hermosas
mansiones que antes ocuparon los limeños de clases altas y hoy son hoteles,
restaurantes, bares, tiendas. Entre sus calles corren la bohemia, el pisco sour
y deambulan los espíritus de personajes literarios de Vargas Llosa y Bryce
Echenique. Letras y amores. Tías y Octavias de Cádiz. Todas fueron, alguna vez
al Puente de los suspiros.
Y siguiendo
con la ruta cultural tengo que nombrar el [MALI] y su colección de más de 3.000 piezas de arte peruano,
emplazado en el Parque de las
Exposiciones y cuidadosamente organizadas por período. Esta colección
merece tiempo y dedicación para saborearla. El MALI además de exhibir arte se
ocupa de sembrarlo. Cuando llegué sus espacios bullían en medio de las risas de
cientos de niños de vacaciones entre creyones y lienzos.
Por último,
apurando una semana de vivencias en cuatro cuartillas no quiero dejar de
mencionar la fe volcada en iglesias, centenarias y contemporáneas. Me conmueve
ver cómo el paso de los años, la prisa cotidiana, los problemas, no mellan la
fe de muchos, ni la bonhomía de otros. Que eso es importante.
De este viaje
corto e intenso agradezco especialmente la hospitalidad de Ana y Lucho, mis
primos peruanos, anfitriones de lujo y cariño. También la compañía de Gabriela,
Melanie, María Alejandra y Miguelina con quienes viví un pedacito de Lima pero,
sobre todo escuché con mi acento las buenas nuevas de cada una de ellas en esas
tierras; ya no virreinales sino latinoamericanas, que han abierto las
puertas a tantos paisanos y como nuestra arepa, están rodando por el mundo.
¡Gracias!