"... los venezolanos llevamos a esta
gente por dentro, como si fuésemos un cuerpo
que genera anticuerpos contra sí
mismo."
Francisco Suniaga
Luego
de seis años sin visitar Margarita supuse que tendría material para escribir una
crónica de viaje para mi etiqueta #SinElÁvila. Durante
el viaje pensé que podría escribir dos crónicas contradictorias: una sobre la
belleza de la isla y otra sobre lo que nos golpea. No contaba con que el libro
que me llevé, Esta gente, del escritor margariteño FranciscoSuniaga, me daría la clave: escribir un solo texto con lo bueno y lo malo; lo
oscuro y lo luminoso, porque ambas fuerzas dominan nuestro país y nos mantienen
en un constante debate interno que duele y acaricia al mismo tiempo.
Empújalo
que es sincrónico
Hasta
el puerto de Punta de Piedras llegó la batería de mi Fiesta Power. Festino
no arrancó justo en el momento en que todos estaban apurados por salir del
ferry. Pésima noticia en un país donde no hay nada; solo largas colas para
conseguir cualquier cosa. Margarita, esa isla de la fantasía venezolana, donde
comprabas de todo -importado y más barato- también está herida de gravedad. Ya
las maletas no van vacías y vuelven llenas. Ahora llevan la comida que
consumirá esa familia a la que le prestaron un apartamento en la Av. 4 de mayo, o aquella que alquiló una casa en Playa El Agua. Nosotros llevamos una batería
moribunda. Para más INRI era viernes en la tarde... y los sábados no hay
talleres... así que empújalo, que es sincrónico; espera el lunes y madruga a
ver si consigues una nueva.
Y
el lunes madrugamos.
Antes
de las 5 de la mañana
llegamos a la Duncan Preguntamos y las respuestas iban... que si
los papeles... que si tiene que estar el dueño... Cumplíamos con todo y nos
tocó el número 97... ¡Reparten 100 números, estamos salvados! Pues no, no te vistas que no vas. Batería para
ese carro no hay. Son
casi las 9 de la mañana y tampoco hay agua, no hay nada abierto... el año no
arranca y mi carro tampoco.
Empújalo que es sincrónico.
Menos
mal que vamos a quedarnos en La Asunción. Allí podemos caminar y pedir un taxi
para movernos a la playa. Cero drama. ¡Estamos en Margarita!
La
Asunción es inmutable, nada interrumpirá su siesta de siglos.
Es
imperdonable que habiendo ido muchas veces a Margarita no conociera La
Asunción, capital del estado Nueva Esparta, felizmente olvidada por
quienes solo buscan playa, rumba y emociones fuertes. Esta gente seguramente dirá: “en La Asunción no hay nada
que hacer..." ¡Y tienen razón! No hay bares ni discotecas de moda. Mucho
menos centros comerciales de aquellos que te sumergen en un universo global con
tiendas iguales y un aire gélido, no frío.
En
La Asunción se respira una tranquilidad, un aire bucólico, que te hace olvidar –por momentos– las carencias y la inseguridad que estamos padeciendo.
Cuando
llegamos a La Catedral me estremeció su abrumadora austeridad. Cuatro
siglos de belleza intacta. Sus muros están vestidos con una pátina que realza
contornos; delinea bordes y a veces desnuda frisos. Es pródiga en campanas –aunque
no suenen–. Tiene una a lo alto de un costado y dos a un lado de la plaza. Y un
par de balcones de madera a los que es difícil resistirse. Adentro el blanco de
sus paredes ilumina la oscura madera del techo. El suelo es un damero blanco y
gris que sirve de fondo a los bancos llenos de feligreses.
La plaza Bolívar tiene a su vera otra plaza dedicada a Luisa Cáceres de Arismendi, heroína de luchas independentistas. Su estatua blanquísima se sitúa frente a la puerta principal de La Catedral, como si se dispusiera a entrar para rezar con los vecinos y pedirle a Vallita que todo mejore. Los niños juegan y montan bici mientras sus padres conversan tranquilazos. Hay varios grupos de amigos gozándose su plaza. En la tarde van a refugiarse allí los pájaros. Ese es el sound track que acompaña la tertulia vespertina.
Las
calles de la Asunción conservan una buena cantidad de casonas antiguas o
renovadas con materiales nobles: pisos de terracota o mosaico coloreado; techos
de caña brava y tejas; paredes de colores que compiten con la
luz local. Se adivinan zaguanes –yo entré a dos– patios refrescantes,
molduras, cornisas y demás elementos característicos de nuestra arquitectura
colonial. Y bastante verde. Un verde tropical y desordenado.


Frente
a la iglesia se sienta una señora ofreciendo pan de leche y pan dulce. Dos
clásicos de la panadería asuntina. Fue ella quien me dijo dónde quedaba el
centro de estudios de cocina. Pelando los ojos preguntó: ¿el de Sumito?
¡Dos cuadras más arriba mi' ja! Tiene un gran muro amarillo. Lamentablemente, como era domingo estaba cerrado. Otra excusa para volver.

¿Y
qué decir del puesto de empanadas más famoso de La Asunción? Siempre lleno de
gente. Quienes lo atienden pasan horas frente al fogón hirviendo. Luego se van –como todo margariteño– cuando el sol aprieta. Así que cero empanadas al
mediodía y como hasta las cuatro de la tarde, pero vale la pena esperar.

En
nuestro recorrido vimos cómo las colas para comprar comida superan las de
Caracas y bajo pleno sol zigzaguean desde la madrugada. Eso es tan indignante como
ver los camiones de Corpoelec con el lema de “ponte en la onda verde, reduce el
consumo” mientras el alumbrado público está encendido a las dos de la tarde, despilfarrando
lo que no tenemos; porque la luz en la isla se va a cada rato. Esta gente que nos gobierna no sabe que
el ejemplo es la mejor forma de educar.
“El
centro de la ciudad nunca estuvo tan descuidado en su ornato y eso era un
hecho…” “Las cubiertas metálicas pintadas de diversos colores que se habían
implantado durante las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado para
decorar almacenes del puerto libre –con las que ocultaban las fachadas de las
casonas de adobe y tejas de Porlamar
antes destinadas a vivienda–, colgaban rotas, desvencijadas; marcos de tiendas
cuyas vidrieras eran cada vez menos atractivas y más pobres…”
Playa Guacuco está tan bella y
concurrida como siempre, aunque los precios asustan cuando no espantan. Un par
de sancochos, una cerveza y un agua mineral costaron más de la mitad del salario
mínimo en Venezuela, pero eso no es nada para quien trae divisas y nuestra
devaluación volvió a traer turistas de Brasil y Argentina. También había
algunos vendedores de bisutería, sombreros y una muchacha que convierte una
cava en su mini tienda de obleas. La oblea ya es una fija de nuestras playas,
junto a las conservas de coco y las tortas. ¡El venezolano sí es dulcero!
Me incluyo.
Los
precios no son más bajos en la popular playa de Pampatar, adonde fuimos a comer
luego de visitar el Castillo de San Carlos de Borromeo. Este último supuestamente
en restauración, aunque no vi ningún trazo de obras ni de mantenimiento. El resultado de una visita a cualquier
edificio público es el mismo: el
problema no es la infraestructura sino la gestión. Ese afán populista de
entrada libre –y decisiones en manos de personas no calificadas ni bien asesoradas– solo ofrecen actividades inconexas que, en muchos casos, nada tienen que ver
con el edificio de marras. Eso sí, desde el Castillo de Pampatar se ven
hermosos atardeceres. El mar es buena compañía y al frente está la
iglesia del Cristo del buen viaje, al que todo pescador se encomienda antes de
salir a la mar. La mar azul, espléndida, generosa en toda su femineidad
margariteña. ¿A quién se le ocurre por esos lares decir el mar?
Finalizado
el viaje no nos quedó otra que contar con la buena disposición del venezolano
para seguir empujando a Festino hasta el ferry. Pensábamos que en tierra firme,
o sea en Puerto La Cruz y en Barcelona, la búsqueda de la batería sería más fructífera. Cuando llegamos constatamos cuan equivocados estábamos, al averiguar que allá las
colas no son de uno, sino de dos y hasta tres días.
¡Me
rindo!
Volvimos
a Caracas sobre ocho ruedas, como copilotos de un chofer de grúa callado y
eficiente. Cerré la última página del libro de Suniaga convencida de que nadie
como él ha desentrañado el sino que nos acompaña los últimos años.
“¿Cuándo
comenzamos a ser esta gente para
nosotros mismos?
.
Nota: Los textos entre comillas son de la novela Esta gente, de Francisco Suniaga. Cyngular, 2014