Mitchele Vidal | @imagenesurbanas

domingo, 17 de enero de 2016

Margarita es una lágrima... y una sonrisa


"... los venezolanos llevamos a esta gente por dentro, como si fuésemos un cuerpo 
que genera anticuerpos contra sí mismo."
 Francisco Suniaga

Luego de seis años sin visitar Margarita supuse que tendría material para escribir una crónica de viaje para mi etiqueta #SinElÁvila. Durante el viaje pensé que podría escribir dos crónicas contradictorias: una sobre la belleza de la isla y otra sobre lo que nos golpea. No contaba con que el libro que me llevé, Esta gente, del escritor margariteño FranciscoSuniaga, me daría la clave: escribir un solo texto con lo bueno y lo malo; lo oscuro y lo luminoso, porque ambas fuerzas dominan nuestro país y nos mantienen en un constante debate interno que duele y acaricia al mismo tiempo. 

Empújalo que es sincrónico
Hasta el puerto de Punta de Piedras llegó la batería de mi Fiesta Power. Festino no arrancó justo en el momento en que todos estaban apurados por salir del ferry. Pésima noticia en un país donde no hay nada; solo largas colas para conseguir cualquier cosa. Margarita, esa isla de la fantasía venezolana, donde comprabas de todo -importado y más barato- también está herida de gravedad. Ya las maletas no van vacías y vuelven llenas. Ahora llevan la comida que consumirá esa familia a la que le prestaron un apartamento en la Av. 4 de mayo, o aquella que alquiló una casa en Playa El Agua. Nosotros llevamos una batería moribunda. Para más INRI era viernes en la tarde... y los sábados no hay talleres... así que empújalo, que es sincrónico; espera el lunes y madruga a ver si consigues una nueva.

Y el lunes madrugamos. 

Antes de las 5 de la mañana llegamos a la Duncan Preguntamos y las respuestas iban... que si los papeles... que si tiene que estar el dueño... Cumplíamos con todo y nos tocó el número 97... ¡Reparten 100 números, estamos salvados!  Pues no, no te vistas que no vas. Batería para ese carro no hay. Son casi las 9 de la mañana y tampoco hay agua, no hay nada abierto... el año no arranca y mi carro tampoco. 

Empújalo que es sincrónico.

Menos mal que vamos a quedarnos en La Asunción. Allí podemos caminar y pedir un taxi para movernos a la playa. Cero drama. ¡Estamos en Margarita!


La Asunción es inmutable, nada interrumpirá su siesta de siglos.
Es imperdonable que habiendo ido muchas veces a Margarita no conociera La Asunción, capital del  estado Nueva Esparta, felizmente olvidada por quienes solo buscan playa, rumba y emociones fuertes. Esta gente  seguramente dirá: “en La Asunción no hay nada que hacer..." ¡Y tienen razón! No hay bares ni discotecas de moda. Mucho menos centros comerciales de aquellos que te sumergen en un universo global con tiendas iguales y un aire gélido, no frío. 

En La Asunción se respira una tranquilidad, un aire bucólico, que te hace olvidar por momentos las carencias y la inseguridad que estamos padeciendo. 
Cuando llegamos a La Catedral me estremeció su abrumadora austeridad. Cuatro siglos de belleza intacta. Sus muros están vestidos con una pátina que realza contornos; delinea bordes y a veces desnuda frisos. Es pródiga en campanas –aunque no suenen–. Tiene una a lo alto de un costado y dos a un lado de la plaza. Y un par de balcones de madera a los que es difícil resistirse. Adentro el blanco de sus paredes ilumina la oscura madera del techo. El suelo es un damero blanco y gris que sirve de fondo a los bancos llenos de feligreses.
 
La plaza Bolívar tiene a su vera otra plaza dedicada a Luisa Cáceres de Arismendi, heroína de luchas independentistas. Su estatua blanquísima se sitúa frente a la puerta principal de La Catedral, como si se dispusiera a entrar para rezar con los vecinos y pedirle a Vallita que todo mejore. Los niños juegan y montan bici mientras sus padres conversan tranquilazos. Hay varios grupos de amigos gozándose su plaza. En la tarde van a refugiarse allí los pájaros. Ese es el sound track que acompaña la tertulia vespertina.

Las calles de la Asunción conservan una buena cantidad de casonas antiguas o renovadas con materiales nobles: pisos de terracota o mosaico coloreado; techos de caña brava y tejas; paredes de colores que compiten con la luz local. Se adivinan zaguanes –yo entré a dos– patios refrescantes, molduras, cornisas y demás elementos característicos de nuestra arquitectura colonial. Y bastante verde. Un verde tropical y desordenado.

Pero lo mejor es su gente. Y no lo digo en afán populista –Dios me libre– sino porque siempre que pedí una dirección fui atendida con algo más que calidez. Un señor mayor, que descansaba en un banco de la plaza, se puso de pie para contestar mi pregunta y lo hizo, con un respeto y una naturalidad que yo creía olvidados. 


Frente a la iglesia se sienta una señora ofreciendo pan de leche y pan dulce. Dos clásicos de la panadería asuntina. Fue ella quien me dijo dónde quedaba el centro de estudios de cocina. Pelando los ojos preguntó: ¿el de Sumito? ¡Dos cuadras más arriba mi' ja! Tiene un gran muro amarillo. Lamentablemente, como era domingo  estaba cerrado. Otra excusa para volver.

Y hablando de amarillo me enamoré de una casa color pollito y molduras blancas, frente a la plaza Bolívar. Pensé que era una posada porque vi salir de allí a una muchacha que se sentó en un cafecito contiguo. Traspasé el umbral y tropecé con una biblioteca cuyos libros estaban cuidadosamente clasificados. Entonces pensé, es un centro cultural. Pues no. Es la casa de una asuntina hija de alemán, que no solo no nos corrió de su casa, sorpresivamente  ocupada por un par de extraños sino que nos explicó que su papá era aficionado a la lectura y esa era su biblioteca particular. Absolutamente ordenada.

¿Y qué decir del puesto de empanadas más famoso de La Asunción? Siempre lleno de gente. Quienes lo atienden pasan horas frente al fogón hirviendo. Luego se van como todo margariteño cuando el sol aprieta. Así que cero empanadas al mediodía y como hasta las cuatro de la tarde, pero vale la pena esperar. 

Nueva Cádiz tiene su museo y un guía enamorado de su trabajo. Nos abordó con una sonrisa mientras preguntaba: ¿de dónde son? ¡De Caracas-Venezuela! Como nos reímos dijo que así se desquita de los caraqueños que lo molestan con el zi, zi, zi cuando lo oyen hablar con el clásico seseo margariteño. Edison compensa con simpatía y entrega la pobre museografía dedicada a narrar las historias de perlas y arqueología de Nueva Esparta. Es tan aplicado, que cuando no tiene respuesta a alguna pregunta la apunta para consultarle a la historiadora. No contento con describir en detalle lo que se exhibe en las salas del museo, nos guió hasta el antiguo convento, hoy Palacio Legislativo y nos mostró  el puente más antiguo de La Asunción. El museo guarda dos piezas notables de Cristo, en madera, que pertenecieron a La Catedral y hoy reposan allí.

En nuestro recorrido vimos cómo las colas para comprar comida superan las de Caracas y bajo pleno sol zigzaguean desde la madrugada. Eso es tan indignante como ver los camiones de Corpoelec con el lema de “ponte en la onda verde, reduce el consumo” mientras el alumbrado público está encendido a las dos de la tarde, despilfarrando lo que no tenemos; porque la luz en la isla se va a cada rato. Esta gente que nos gobierna no sabe que el ejemplo es la mejor forma de educar.

“El centro de la ciudad nunca estuvo tan descuidado en su ornato y eso era un hecho…” “Las cubiertas metálicas pintadas de diversos colores que se habían implantado durante las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado para decorar almacenes del puerto libre –con las que ocultaban las fachadas de las casonas de adobe y tejas de Porlamar antes destinadas a vivienda–, colgaban rotas, desvencijadas; marcos de tiendas cuyas vidrieras eran cada vez menos atractivas y más pobres…”

Playa Guacuco está tan bella y concurrida como siempre, aunque los precios asustan cuando no espantan. Un par de sancochos, una cerveza y un agua mineral costaron más de la mitad del salario mínimo en Venezuela, pero eso no es nada para quien trae divisas y nuestra devaluación volvió a traer turistas de Brasil y Argentina. También había algunos vendedores de bisutería, sombreros y una muchacha que convierte una cava en su mini tienda de obleas. La oblea ya es una fija de nuestras playas, junto a las conservas de coco y las tortas. ¡El venezolano sí es dulcero!

Me incluyo. 

Los precios no son más bajos en la popular playa de Pampatar, adonde fuimos a comer luego de visitar el Castillo de San Carlos de Borromeo. Este último supuestamente en restauración, aunque no vi ningún trazo de obras ni de mantenimiento.  El resultado de una visita a cualquier edificio público es el mismo: el  problema no es la infraestructura sino la gestión. Ese afán populista de entrada libre –y decisiones en manos de personas no calificadas ni bien asesoradas– solo ofrecen actividades inconexas que, en muchos casos, nada tienen que ver con el edificio de marras. Eso sí, desde el Castillo de Pampatar se ven hermosos atardeceres. El mar es buena compañía y al frente está la iglesia del Cristo del buen viaje, al que todo pescador se encomienda antes de salir a la mar. La mar azul, espléndida, generosa en toda su femineidad margariteña. ¿A quién se le ocurre por esos lares decir el mar?


Finalizado el viaje no nos quedó otra que contar con la buena disposición del venezolano para seguir empujando a Festino hasta el ferry. Pensábamos que en tierra firme, o sea en Puerto La Cruz y en Barcelona, la búsqueda de la batería sería más fructífera. Cuando llegamos constatamos cuan equivocados estábamos, al averiguar que allá las colas no son de uno, sino de dos y hasta tres días. 

¡Me rindo!

Volvimos a Caracas sobre ocho ruedas, como copilotos de un chofer de grúa callado y eficiente. Cerré la última página del libro de Suniaga convencida de que nadie como él ha desentrañado el sino que nos acompaña los últimos años. 

“¿Cuándo comenzamos a ser esta gente para nosotros mismos?
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Nota: Los textos entre comillas son de la novela Esta gente, de Francisco Suniaga. Cyngular, 2014

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