Sí, este es un blog dedicado a ciudad, arquitectura y arte; no a gastronomía. Sin embargo, la comida forma parte de la cultura. Por eso me doy el espacio para contarles una experiencia personal en torno a la comida. Es también una forma de recordar a mi amada hermana, quien se me adelantó en la despedida. También, de darle el lugar que se merecen los sabores de la infancia en la memoria de quien migra.
Pasen y prueben, que la vida mientras más sabores tiene es más vida.
Cada vez que
nos daban avena en el desayuno sus lágrimas corrían directo de los ojos al
plato. Era el punto de sal que le faltaba. Bueno, hablando en serio, no sé por
qué Licha odiaba tanto la avena. Tampoco por qué me lo pregunto. Los gustos y
disgustos por la comida son tan variados como las personas. ¡A mí en cambio me
encantaba la avena! Esa textura sedosa que le contagia a la leche y el toque
amargo de la cáscara de limón. Además me fascina el olor; la avena caliente es
uno de mis olores favoritos de la infancia.
Yo lo que
odiaba eran las lentejas, pero tenía otra táctica. No lloraba cuando me las
servían; agregarle la sal de mis lágrimas empeoraría ese sabor a nada que
tienen. Tan feítas, ásperas y desabridas ellas. Lo que yo hacía era picar en
pedacitos mi ración de plátano frito. Así, cada cucharada de lentejas, llevaba
además del arroz blanco –tan fome como
las lentejas– un trocito del delicioso plátano para darle a mi paladar un poco
de lo que tanto le gusta: el dulce.
Pero no todo
eran lentejas y arroz blanco. En mi casa también se comían cosas muy ricas;
especialmente varios platos al horno: coliflor, atún, arroz y hasta chayotas al
gratén. Mi mamá tenía debilidad por la salsa bechamel bañada con queso
parmesano, así que cuando había cualquiera de esos manjares ni mi hermana
lloraba ni yo necesitaba plátano para disfrazarlos.
En mi casa,
los sabores tenían ese mestizaje tan venezolano: las recetas criollas de mi
abuela y el parmesano que llegó con los italianos a perfumarlo todo, o casi
todo. Después, cuando mi mamá se casó con Juan, llegó también la cocina
peruana. Entonces en la nevera se avecinaban el jugo de mango y la chicha
morada. La carne mechada y el ceviche. Puras delicias.
Hoy recordando
estos manjares le hago un pequeño homenaje a mi mamá, tan buena cocinera como
mi abuela, mi hermana y mis primas. En mi familia a la única que se le quema el
agua tibia es a mí. Ni quise, ni quiero aprender a cocinar. Respecto a la
cocina tengo una especie de rebeldía. Cuando Alejandra estaba chiquita yo
trabajaba, la llevaba al colegio, al parque, al cine, al teatro, al médico, a
casa de los amigos y a cuanta actividad extra curricular tuviera. Hice transporte escolar y transporte rumbero, así que
cocinar me parecía como mucho pues. Menos mal que Ale es súper buen diente. Desde
chiquita come de todo y se adaptó a esa comedera donde nos agarrara el hambre o
la noche sin chistar y hoy sigue siendo una de las cosas que más disfrutamos
juntas: comer fuera. Viajar, probar otros sabores y otros lugares. Con Ale nunca
hubo lágrimas en la mesa, le gusta tanto la avena como las lentejas.
Y quiero
cerrar esta nota de los sabores de mi infancia recordando una cosa que Sumito
Estévez –el más mediático de los cocineros venezolanos– sostiene. “Si hay algo
que le ha hecho daño a la memoria gustativa es la “cajita feliz”. Una cultura
que se respete nunca sustituirá la comida de sus niños por algo distinto a lo
que comen sus padres.
Una madre
india (y la de Sumito lo es), le dará curry; una italiana pasta y sus salsas
ancestrales; por citar solo dos ejemplos donde la comida es un baluarte. Del
mismo modo una madre caraqueña o santiaguina, por ejemplo, alimentará a su niño
con pequeñas raciones, sí. Menos condimentada, también, pero no sustituirá una
arepita, una sopaipilla por unas papas fritas o un pollo casi plástico. Hacerlo
es negarle sus sabores de la infancia. Es quitarle, al que luego será un
adulto, parte importante de su memoria
gustativa. Es decir, de su cultura.
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