6:00 a.m. Vanessa y Jonathan llegan al sótano del edificio después de recorrer a oscuras, la vía rápida que los comunica con nuestra ciudad. Pero es demasiado temprano para entrar a la oficina, así que como todos los días estacionan el carro, bajan un poquito el vidrio, reclinan los asientos y continúan el sueño interrumpido a las 4:30 a m. Viven en San Antonio de los Altos –ciudad dormitorio donde se duerme poco– y aunque entrada a la oficina es a las 8:00 am, me cuentan que si salen de su casa después de las 6:00 am llegan a Caracas a las 9:00 am, así que no tienen otra opción: completan en el carro el sueño inconcluso. Trabajan de día, estudian de noche pero a los 20 años, sobran las energías para acostarse después de cumplidas las dos jornadas; la reunión con los amigos y la cola de rigor para regresar a casa. Lo que también sobra, son las piernas de Jonathan que con su 1.92 m. de estatura, apenas tiene espacio para seguir durmiendo en el “corsita” blanco de Vanessa.6:25 a.m. Cuando salí de mi edificio aún no había amanecido. Una tenue luz empezaba a ganarle terreno a la noche, pinceladas de azul claro comenzaban a teñir el Ávila. Debo decir que vivo en el punto mas alto de Los Samanes y esa vista es el primer regalo que me hace Caracas al despertar. El Ávila inmenso, en todo su esplendor definitivamente es una bella forma de comenzar el día. Pero lo que vi al salir, me conmovió mucho más.
Andrea tiene unos 5 años, carita menuda, cabello brillante atado con un lazo, uniforme escolar impecable -aunque un poquito arrugado por la incómoda postura- un par de piecitos descansan sobre el último escalón de la entrada y lo mejor de todo, una suculenta mejilla reposa sobre el plástico de su lonchera roja. Apenas 5 años y ya tiene que caerse de la cama a oscuras para ganarle al tráfico que la separa del colegio. En la mejor parte de su sueño infantil, la vuelve a despertar la corneta del autobús escolar. Con pasos cortos se aproxima a él y se sumerge en ese enorme contenedor de niños. Escucho sus risas y sus voces alegres mientras me dirijo a mi carro.
6:40 a.m. Cuando llego a la autopista los carros se amontonan en un rompecabezas gigante donde ninguna pieza calza, todas sobran. A mi lado una pareja conversa; otra discute. Los dos que van en la camioneta 4X4 –esa paradoja donde lo rústico se viste de lujo– ni siquiera se miran: ella se maquilla; él lee la prensa, habla por el celular y maneja de reojo. Mi pie izquierdo se duerme, siento un calambre, apenas hay espacio para cambiar de primera a segunda. Adelante va el autobús amarillo con Andrea y otros 40 niños trasnochados, a la derecha va un metro-bus cuyos pasajeros se desbordan por la puerta. Veo sus rostros cansados, aburridos por la rutina diaria del tráfico y del madrugonazo. Son las 6:55 a.m. y sumergida en esa cola recuerdo una frase hecha que por injusta detesto: “Los venezolanos son flojos” y pienso: ¡Que bríos!, ¡Seguramente se levantan de madrugada sólo para salir a pasear y disfrutar de esta colita mañanera!
12:00 m. La avenida Francisco de Miranda en el tramo comprendido entre Chacao y Chacaito está cambiando. Al caos cotidiano del tráfico, al humo de los autobuses, al incesante caminar de la gente, se unen las máquinas, los obreros, los conos anaranjados que impiden el paso. Una de las pocas obras de carácter urbano que se realiza en Caracas desde hace tiempo está en plena acción. La Alcaldía de Chacao está haciendo de este espacio tan transitado un nuevo bulevar para Caracas, con un proyecto ambicioso. Grandes aceras con espacio para caminar, para tomar café, para comprar la revista de moda o el periódico del día. Sin prisa, sin tener que pelear con el taxista ni mucho menos con el buhonero.
12:01 p.m. El sol arrecia, Julián se quita el casco protector, su franela anaranjada está llena de polvo y de sudor, de hastío y de cansancio. Su cabeza retumba después de cuatro horas empuñando el martillo neumático encargado de pulverizar el asfalto y dar paso a la nueva obra. La calle pierde lo que gana la acera y Julián, después de comerse un sanduche de mortadela y una coca cola, se acomoda tranquilamente sobre un pedazo de madera rústica bajo el único árbol que da sombra. Esa siesta es sagrada, nada la perturba, el mundo puede caerse a su lado pero él no se despierta, no se inmuta. Los peatones siguen su camino, si acaso, alguno lo mira con indiferencia, tal vez con envidia no confesa.
Siempre me llamó la atención esa forma de dormir despreocupada y a la intemperie de los obreros, pero ahora ya no es exclusiva de ellos. Cualquier espacio es bueno para recuperar el sueño perdido, o mejor dicho, arrebatado por la vorágine del tráfico y lo exiguo del tiempo.
12:00 m. La avenida Francisco de Miranda en el tramo comprendido entre Chacao y Chacaito está cambiando. Al caos cotidiano del tráfico, al humo de los autobuses, al incesante caminar de la gente, se unen las máquinas, los obreros, los conos anaranjados que impiden el paso. Una de las pocas obras de carácter urbano que se realiza en Caracas desde hace tiempo está en plena acción. La Alcaldía de Chacao está haciendo de este espacio tan transitado un nuevo bulevar para Caracas, con un proyecto ambicioso. Grandes aceras con espacio para caminar, para tomar café, para comprar la revista de moda o el periódico del día. Sin prisa, sin tener que pelear con el taxista ni mucho menos con el buhonero.
12:01 p.m. El sol arrecia, Julián se quita el casco protector, su franela anaranjada está llena de polvo y de sudor, de hastío y de cansancio. Su cabeza retumba después de cuatro horas empuñando el martillo neumático encargado de pulverizar el asfalto y dar paso a la nueva obra. La calle pierde lo que gana la acera y Julián, después de comerse un sanduche de mortadela y una coca cola, se acomoda tranquilamente sobre un pedazo de madera rústica bajo el único árbol que da sombra. Esa siesta es sagrada, nada la perturba, el mundo puede caerse a su lado pero él no se despierta, no se inmuta. Los peatones siguen su camino, si acaso, alguno lo mira con indiferencia, tal vez con envidia no confesa.
Siempre me llamó la atención esa forma de dormir despreocupada y a la intemperie de los obreros, pero ahora ya no es exclusiva de ellos. Cualquier espacio es bueno para recuperar el sueño perdido, o mejor dicho, arrebatado por la vorágine del tráfico y lo exiguo del tiempo.

Entre las mejoras tangibles que ofrece la ciudad está un recorrido turístico en tranvía promovido por la alcaldía. En realidad es un autobús hecho a la imagen y semejanza de ese vehículo que transportó a nuestros abuelos hace ya bastante tiempo: asientos de madera natural; ventanales panorámicos; exterior pintado de rojo fuego y amarillo rabioso con eficiente aire acondicionado –como corresponde a esas tierras de Dios–, un chofer que además de conducir canta y declama versos propios y ajenos, junto a una maracaibera dispuesta a hacer reír hasta a los más estresados, si es que a esas alturas del Panorama todavía vuestras amarguras no se han disuelto al calor de esa sonrisa y de un cepillado de coco con leche condensada.
Claro que ir a Maracaibo y no pasar por lo que queda del barrio El Saladillo para sentir todavía la nostalgia de ese vacío que dejó la picota del progreso; disfrutar de las coloridas casitas de Santa Lucía; de la reluciente fachada de La iglesia de Santa Bárbara –azul intenso delicadamente bordado por blanco inmaculado– contemplar con asombro como la fachada casi austera de la Basílica de La Chinita contrasta con su interior abigarrado, y con la enorme fe de todo el que allí se cobija, es como no ir, pero tranquilos, que por allí también pasa el tranvía.
Uniendo una iglesia con otra se encuentra el Paseo de la Virgen, en un estilo que podríamos llamar arbitrariamente “Versallesco maracucho” –sin ánimo de ofender– ya que por si fuera poco la balaustrada verde inglés con bordes dorados que lo circunda, lo más elocuente fueron las palabras de Ricardo, un taxista simpatiquísimo y conversador que me dijo: “A mí me encanta este Paseo a pesar de todo lo que dicen en su contra, porque cuando uno camina por aquí es como si estuviera en Francia y no en Maracaibo”
Otro itinerario del tranvía nos llevó mucho más lejos, casi fuera de la ciudad, al Planetario que se encuentra dentro del Parque Simón Bolívar, ¡que maravilla! 45 minutos de carretera limpia y bien asfaltada. Todo por un precio muy solidario hasta con el bolsillo más golpeado: Bs. 2.000 para los adultos, los niños pagan con una sonrisa.
Es justo señalar que la muestra es muy variada en técnicas, formatos y propuestas, pero la obra que más me impactó fue realizada por Manuel Hernández, y es tan sencilla como contundente. Sobre un acrílico transparente de 90cm. x 60cm. se muestra una imagen de nuestra ciudad con el Ávila de fondo. Arriba, a la izquierda, a manera de “escudo”, se muestran 4 pistolas formando una cruz rodeada de puñales. Hasta allí, la sugerencia de la violencia como tema no es sutil, sin embargo, lo peor está por aparecer. Junto a la obra, en una cajita de acrílico se encuentran un montón de “gotas” o grupos de “gotas de sangre” elaboradas en vinyl autoadhesivo para que cada visitante lo ponga encima de la obra, donde mejor le parezca, convirtiendo así la creación individual del artista en una obra colectiva.