martes, 27 de diciembre de 2011

México DF

Saldré unos días de Caracas... de modo que, como siempre que me alejo de El Ávila, dejo aquí una crónica de viaje. En este caso sobre Ciudad de México, en el ya remoto diciembre de 2006.

¡Feliz año 2012!



Hace poco tiempo regresé de México DF y todavía siento que estoy en una burbuja de colores y sabores únicos. Es como cuando agitas uno de esos souvenirs que guardan una sorpresa bajo la nieve falsa: sólo puedes ver lo que esconde con claridad poco después de que cesa el movimiento. Cuando la “nieve” cae, se asienta, todo se ve más nítido a través del plástico.

No es fácil digerir tanta ciudad, tanta gente compartiendo un mismo espacio, tanta historia remota y reciente separada por una calle, acaso por un muro. No es posible formar parte de esos 25 millones de corazones que laten bajo un mismo cielo sin pensar que en el espacio que ocupa esa megalópolis cabemos todos los venezolanos, sin exclusiones.
La puerta se cerró (abrió) detrás de ti…

Llegamos al DF a las 11:00 de la noche con el cansancio de varias horas de viaje. Junto a la emoción del arribo aumentaba mi ansiedad recordando lo que me dijeron antes de salir de Caracas: “Esa es una ciudad peligrosa”; “No tomes taxis que no sean de línea porque es muy riesgoso”. La larga lista de recomendaciones me hacía pensar que todos esos “consejos” venían de gente que creía que yo vivía en la apacible Viena y no en nuestra convulsionada Caracas. No me platiques más…Pero lo cierto es que el aeropuerto de ciudad de México -que es tan grande como corresponde a una ciudad de semejantes dimensiones- está diseñado de modo tal que parece muy manejable, o al menos eso sentí gracias a un ángel de la guarda mexicano que la Virgen de Coromoto vestida de Guadalupe tuvo a bien sentar en el mismo avión que nosotras sólo para hacer más tranquila nuestra estadía en la mega ciudad.

De piedra (no) ha de ser la cama…
Al hotel reservado llegamos con un cansancio tan agudo como el frío de la madrugada chilanga, pero de inmediato nos hicieron sentir la calidez y la hospitalidad de un hostal pequeñito pero cumplidor donde una recepción de buen gusto y mejor sonrisa nos daba la bienvenida.

Al día siguiente me percaté que en nuestra habitación había un hermosísimo libro con fotografías sobre México, sus bellezas naturales y construidas. Toda una invitación a recorrer calles, avenidas y monumentos. No hacía falta nada más para salir al encuentro de la ciudad y así lo hicimos, rumbo al Auditorio Nacional desde donde parte una ruta de autobuses turísticos de dos pisos que la recorre íntegra deteniéndose en los edificios, plazas y parques más emblemáticos. Hasta ahora nada del smog, ese demonio contemporáneo que siempre acompaña a cualquier comentario sobre el DF. Pensé que como los niños estaban de vacaciones, el tráfico y el humo habían disminuido notablemente, pero me comentaron que además de esa razón hay otras que han influido positivamente en la disminución de la contaminación, el Estado tiene un control férreo sobre los automóviles: revisiones periódicas de los motores para controlar la emisión de gases tóxicos y el día de parada, está vigente. Los efectos de una política coherente en ese sentido se sienten y el parque automotor es bastante nuevo.

Pero volvamos al “Turibus”, que así se llama el autobús de dos pisos –sin techo en el segundo nivel donde se disponen los asientos para disfrutar de un paseo al aperto–, un vehículo ideal para transitar esta enorme ciudad y empezar a entenderla. El trayecto va acompañado de un sonido en varios idiomas que cuenta anécdotas y aporta datos sobre los sitios de mayor interés. 

El clima es maravilloso: una brisa fría acompaña al dios sol bajo un cielo de un azul tan intenso como el que tiñe las paredes de la casa de Frida Kahlo. Cuando habíamos recorrido apenas unas cuadras mi hija me comenta: “Mami, no sé para dónde ver, hay demasiadas cosas bonitas”. Una verdad del tamaño de cualquiera de los templos que se levantan a lo largo y ancho del Paseo de la Reforma, esa avenida majestuosa que me hizo recordar a Madrid por lo amplio de sus canales y lo imponente de los monumentos que la acompañan. Sobre su generosa acera se encontraba una exposición de artistas plásticos que tuvieron la tarea de crear una serie de bancos para hacer más divertida la ruta de los caminantes. Niños y adultos se sientan en ellos, se ríen, conversan, se toman fotos; una pareja se besa debajo de un manojo de cartas que hace las veces de respaldo. El amor es la apuesta.
Ciudad de México tiene siete siglos de historia superpuesta: desde antes que llegaran los españoles y construyeran a sangre y fuego una ciudad colonial sobre la Tenochtitlán existente, hasta ahora, cuando se funden presente y pasado para dar vida a una ciudad única, aunque su crecimiento desmedido y en parte anárquico no diste mucho del resto de las ciudades latinoamericanas. De una calle se pasa a un barrio popular o a otro de clase media. De la Zona Rosa y sus sofisticadas boutiques a un mercado de libros cobijado por unos toldos verdes; de una zona más o menos segura a otra peligrosa. Las grandes zonas en que está dividida la ciudad se llaman colonias y algunas de ellas tienen un origen ciertamente divertido. En esta ciudad mágica calles con nombres del antiguo imperio del pensamiento, como Cicerón, Sófocles y Platón, te conducen hasta las vitrinas de los nuevos templos del hedonismo para aplastar allí la nariz y dejar la huella de tu aliento cuando no de tu bolsillo. Vuitton, Chanel, Tiffany y pare de contar, pero no gastar ni de soñar.

Los hoteles 5 estrellas ostentan fachadas de vidrio estilo internacional y se elevan sobre la avenida Andrés Bello. Armonía de brillo y confort sobre un representante de lujo de nuestro idioma. En las calles del casco histórico abundan los nombres de antiguos conquistadores y fechas patrias: Vizcaínas, Isabel La Católica, San Jerónimo, 5 de mayo. Y en un súbito arranque de latino-americanismo aparecen calles con los nombres de nuestros países hermanos. Tanto orden y concierto me hace recordar con una sonrisa a nuestra urbanización Las Mercedes, único sitio del mundo donde el Orinoco se une con París y New York.

Capítulo aparte merece la cantidad y calidad de monumentos, fuentes y esculturas que embellecen las vías más importantes de la ciudad: una réplica menor de la famosa “Cibeles madrileña”; el monumento a la Independencia cuya columna de piedra es coronada por un ángel de dorado brillante; una imponente estatua de Colón y la hermosa escultura de Diana la cazadora que esplende orgullosa toda la voluptuosidad femenina que en tiempos pacatos –aunque no tan remotos– le fue arrebatada colocándole una falsa faldita sobre la desnudez de su bronce.

Llegar a El Zócalo –esa plaza monumental– y verla rodeada de la majestuosidad de la Catedral y del bullicio de un mercado de artesanos llena de brillo mis ojos incrédulos. El sol azteca se estrella contra el barroco de la fachada de la iglesia como hace varios siglos lo hicieran los guerreros indígenas contra la lanza española. Una gran bandera tricolor ondea frente a una piñata enorme de amarillo brillante y azul turquesa, en claro contraste con la rigurosidad de un edificio de fachada interminable: la antigua sede del gobierno. Aquí no hay espacio para el sosiego. Todo es fuerza telúrica y contagiosa. Igual grita el pregonero, ofreciendo estampitas de la Virgen de Guadalupe, que el artesano con sombrero charro voceando su mercancía hecha a mano. Lo mismo agita un “papalote” aquel niñito sonriente de pelo azabache y mejillas rebosantes de color, que el vendedor de la lotería nacional. Negros parlantes aumentan el volumen de la protesta de quienes llevan varios días acampando allí para ser oídos por sus gobernantes.

Un alto en el camino para saciar el hambre se puede hacer en cualquier parte con la seguridad de darle contento al cuerpo y solaz al espíritu: humeantes tostadas; deliciosa sopa de queso, aguacate y jitomate o las célebres enchiladas verdes. La fiesta de colores, olores y sabores se crece con el picante. Hasta el algodón de azúcar derrocha colorido. ¡Quién dijo blanco! si el azúcar hecha agua en la boca se viste de aguamarina, rosado y naranja.
Pero si el volumen de emociones es altísimo en el Zócalo, el silencio que envuelve al Museo Nacional de Antropología es sobrecogedor. La historia de la humanidad está volcada en sus salas. El recorrido comienza bajo la lluvia que rodea una columna tallada de enormes proporciones. Salas contemporáneas contienen con respeto, casi con devoción nuestro pasado remoto. En el gran espacio central el viento y el sol viajan a su antojo. Sólo hace falta dejarse llevar por la naturaleza para interiorizar algunos poemas tallados en piedra y traducidos de las lenguas indígenas al castellano.

Fuera del museo, en pleno Parque de Chapultepec otro rito ancestral cobra vida: 4 hombres escalan una columna azul metálico de varios metros de altura para rendir culto a los cuatro puntos cardinales. Cuando llegan a la cima del gran tubo anclado en el suelo, van descolgándose poco a poco. No es un capricho el número de vueltas, ni el tiempo empleado en hacerlas, todo responde a un ritual, a un culto, a una certeza ancestral. La madre naturaleza es sabia, rige la lluvia, la sequía, el viento; por lo tanto aplaca el hambre y el frío y esos hombres en su afán de atesorar la tradición, vencen el vértigo, retan al miedo, dejan que su vida penda –literalmente– de un hilo.

Abajo, los más pequeños juegan con pompas gigantes de jabón, comen obleas de colores, apuran un refresco que acompaña a una hamburguesa con chile. Otro niño que apenas cruza el umbral de la adolescencia, empuña un aerosol para teñir de plateado el pelo de Alejandra quien se deja hacer, fascinada por esa mezcla inefable de presente y tradición.
Diego Rivera lápiz en mano dibuja a Frida Kahlo desnuda...

En la periferia del DF está Coyoacán, lugar donde fijara su residencia Hernán Cortés mientras sitiaba Tenochtitlán. Hoy es una zona amable de calles estrellas, casas coloridas y ambiente bohemio. Allí se encuentra el Museo de Frida Kahlo, la Casa Azul donde ella nació y murió. Salpicada de enseres personales atesora la esencia de esa vida corta pero intensa llena de dolor físico y plenitud creativa. Sus paredes albergan no sólo cuadros, sino objetos y muebles que nos cuentan mucho de sus antiguos habitantes. Un pincel sin limpiar deja una huella roja sobre la mesa; una biblioteca con puertas de vidrio trasluce el amor por los libros; varias piezas de cerámica, amuletos y otros objetos se agolpan en las estanterías de madera teñida de amarillo. A ratos teatral, a ratos nostálgica, deja una huella indeleble en quienes admiramos ese trabajo incansable que soportó el dolor y exorcizó el fantasmas de los celos y el insatisfecho deseo de maternidad.

Teotihuacán
Es imperdonable viajar al DF y no visitar Teotihuacán. A escasas dos horas del ruido y el tráfico urbanos se yergue esta ciudadela construida hacia el año 750 de nuestra era, que llegó a tener más de 100.000 habitantes y ahora es un museo al aire libre. Caminar por el callejón de los muertos bajo el sol ardiente y el viento seco, contemplar las pirámides de piedra ancestral y escalones interminables nos llena de energía y de preguntas. Una botella helada de agua de jamaica, refresca con su aroma a flor silvestre la sed de la garganta y la inquietud de los sentidos. Un trazado geométrico une las pirámides del Sol y de la Luna a otras más pequeñas. Cada piedra lleva impresa la historia de una vida sacrificada en honor a los dioses, cada escalón está amalgamado con la sangre de los fieles, con la fe puesta en la lluvia que riega la siembra, en el sol que enaltece la vida, en los cuatro puntos cardinales; suerte de guía para estos hombres de ayer que construyeron con sus propias manos esta maravilla que siglos después se yergue orgullosa sobre la tierra árida y ocre.

En México conviven el chile y el ketchup; la ranchera amanerada de Juan Gabriel y los perros amores de Alejandro González Iñárritu; el chill out de los “antros” de moda y la nostalgia romanticona de la Plaza Garibaldi; los murales sociales de Rivera, Orozco y Siqueiros con los graffiti de los chavos universitarios; los ojos enormes de María Bonita y los hoyuelos traviesos de Gael García Bernal; la estridencia de colores de sus fachadas contemporáneas y el gris de sus piedras ancestrales.

En México DF, Babel contemporánea, siempre tienes un pie en el siglo XXI y el otro, apenas está cruzando el umbral de nuestra era.

Esa crónica fue publicada en la edición de septiembre 2007 de la revista Etiqueta

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