lunes, 22 de enero de 2018

TODO LO SÓLIDO SE DESVANECE


Con el revelador título Todo lo sólido se desvanece se inicia el viaje por 31 obras del artista chileno Jorge Tacla. Nacido en Santiago hace 59 años y residenciado en Nueva York hace 35. 


Como cada vez que voy a las salas de exposición de CorpArtes salí conmovida. La obra de Tacla mueve los cimientos de edificaciones reconocidas, míticas. Así ruinas en pie, consecuencia de la guerra y otros desatinos causados por el hombre, quedan convertidas en paisajes oníricos. No sé, quizás pesadillas extraídas de una distopía cinematográfica y audaz. En todo caso, la maestría de su trazo les da una nueva dimensión y nos narran el aquí... el ahora... ¿el mañana? 

No es ese el caso de la sede la Johnson Wax del célebre arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright. La presencia de esta obra en la muestra me llegó directamente porque, no hay arquitecto que desconozca esa obra de Wright -y en manos de Tacla- deja de ser la gran sala donde trabajan los forjadores del sueño americano y se convierte en acuarela, un espacio bañado por la luz cenital que todo lo embarga.

Después de dos meses de exposición en los espacios del Centro Cultural CorpArtes, ayer fue clausurada esta muestra, que para decirlo en pocas palabras, es un lujo de todos los chilenos, porque lo que allí se exhibe tiene muchísima calidad y está rodeado, además de obras de artistas universales como Dalí, De Chirico y Matta, por citar solo algunos habitantes de los jardines perimetrales. 

Y la entrada es liberada...

Así que la próxima vez que te enteres de una nueva apuesta en esas hermosas salas de Rosario Norte 660 te recomiendo ir, hacerte ese regalo. CorpArtes es un #ImperdibeStgo.



domingo, 29 de octubre de 2017

DIÁLOGOS IMPOSTERGABLES

IDENTIDAD
               LO COMÚN
                                 VULNERABILIDAD
                                                              INTEGRACIÓN
                                                                                       PARTICIPACIÓN
                                                                                                                 RECURSOS 
                                                                                                                                   FUTURO




Con estas preguntas y el ánimo de que sean respondidas, analizadas y compartidas se dio inicio a la vigésima Bienal de Arquitectura de Chile en Valparaíso. 

Una meta ambiciosa, como ambiciosa fue la puesta en escena de este evento que se lleva a cabo en Chile -ininterrumpidamente- durante 40 años. 

No es menor que una sociedad que aspira a alzarse en pocos años con la etiqueta de #paísdesarrollado se esté haciendo preguntas capitales, porque así "como no sólo de pan vive el hombre" tampoco sólo de cifras viven los países. 









Y ese es el gran desafío al que se enfrenta este Chile abierto a los inmigrantes; donde servicios públicos, movilidad, empleo y el largo etcétera que implica el crecimiento de la demanda de todos ellos deberá ser atendido en un periodo relativamente corto.



Esta cita estuvo cargada de proyectos, propuestas, voces locales y foráneas y muchos estudiantes ávidos de conocimiento y nuevas prácticas tanto de arquitectura, como de urbanismo y demás profesiones ligadas a esto de hacer ciudad, que es -en el fondo- hacer país.
                                                                     
La antigua cárcel de Valparaíso, convertida en Centro Cultural y sus 10.000 m2 fueron  escenario para la discusión, la reflexión y la crítica. La obra de Martín Labbe, Jonathan Holmes, Carolina Portugueis y Osvaldo Spichiger, ganadores del concurso al que se sumaron 100 propuestas acogió a sus colegas locales y a otros que vinieron de varios puntos del orbe. Todos sumaron en esta convocatoria plural y diversa.

No faltó el merecido homenaje a un grande de la arquitectura chilena: Edward Rojas, acreedor del Premio Nacional de Arquitectura 2016 y en una sala especial se desplegó su trabajo con todo el respeto que merece.



Muy nutritivo y revelador resultó el debate sobre la participación de la mujer en la arquitectura. Con testimonios de Cazú Zegers (Chile); Elisa Silva (Venezuela); Inés Moissette (Argentina); Ana María Durán (Ecuador) y Sandra Iturriaga (Chile) con la moderación de Pola Mora, quien formó, además, parte del gran equipo curatorial de la Bienal.

Todo un acierto la edición de este importantísimo encuentro dedicado al quehacer de la arquitectura.

                                                               ¡Aplausos de pie!

lunes, 18 de septiembre de 2017

18 de septiembre


Hoy, 18 de septiembre, fecha máxima de las celebraciones patrias en Chile, cuando Santiago se ha quedado sola -excepto sus hermosos parques que están llenos de ciudadanos celebrando la chilenidad- cuando la bandera tricolor -blanco, azul y rojo- viste edificios, muros y ventanas, hago un alto en estos días de descanso para agradecer los 8 meses de paz que aquí llevo. Para dar las gracias por esa paz, por ese solaz que, a pesar de los "tacos" [tráfico], me brinda Santiago.

Nadie dijo que fuera fácil emigrar. Y si alguien lo dijo no habla desde el corazón, o carece de él. Quien emigra no sabe si regresará a su lugar de origen y deja atrás sabores, sentires y dolores también. No es mucho lo que cabe en dos maletas pero el alma es un contenedor sin fondo. Pero no hablaré aquí de mis nostalgias, que son muchas; sino de mis alegrías que también son bastantes. 

Los que venimos desde Venezuela, arrancando de la inseguridad, de las carencias de todo tipo, de la delincuencia y del gobierno -que es lo mismo-, valoramos lo que a los demás ciudadanos les parece simple: caminar tranquilo hasta de madrugada, encontrar lo que buscas a la vuelta de la esquina, saber que hay normas y que se cumplen y -sobre todo- que el gobierno tiene fecha de vencimiento...

Y los venezolanos que estamos hoy en Chile [algunas cifras hablan de 83.000] nos sentimos bienvenidos. Aunque, al principio hayamos rogado que nos hablaran más despacio, para entender. Aunque nos pregunten si somos colombianos, por el acento pero ya nos van identificando.

Después de varios meses aquí ya tengo el diccionario chileno/venezolano bastante asimilado y me gusta, me encanta constatar cómo nuestro idioma, tan universal y tan local, da para tanto. Ya encuentro una dirección con facilidad -y los que me conocen saben de mi  falta de orientación-. Ni hablar de mi felicidad cuando alguien medio perdido me pregunta por un lugar y puedo indicarle cómo llegar. Ya tengo horarios familiares, rutinas asumidas y sonidos conocidos. 

Así que ¡Vamos Chile, que sí se puede!

domingo, 17 de septiembre de 2017

MEMORIA GUSTATIVA

Sí, este es un blog dedicado a ciudad, arquitectura y arte; no a gastronomía. Sin embargo, la comida forma parte de la cultura. Por eso me doy el espacio para contarles una experiencia personal en torno a la comida. Es también una forma de recordar a mi amada hermana, quien se me adelantó en la despedida. También, de darle el lugar que se merecen los sabores de la infancia en la memoria de quien migra

Pasen y prueben, que la vida mientras más sabores tiene es más vida.


Cada vez que nos daban avena en el desayuno sus lágrimas corrían directo de los ojos al plato. Era el punto de sal que le faltaba. Bueno, hablando en serio, no sé por qué Licha odiaba tanto la avena. Tampoco por qué me lo pregunto. Los gustos y disgustos por la comida son tan variados como las personas. ¡A mí en cambio me encantaba la avena! Esa textura sedosa que le contagia a la leche y el toque amargo de la cáscara de limón. Además me fascina el olor; la avena caliente es uno de mis olores favoritos de la infancia.

Yo lo que odiaba eran las lentejas, pero tenía otra táctica. No lloraba cuando me las servían; agregarle la sal de mis lágrimas empeoraría ese sabor a nada que tienen. Tan feítas, ásperas y desabridas ellas. Lo que yo hacía era picar en pedacitos mi ración de plátano frito. Así, cada cucharada de lentejas, llevaba además del arroz blanco –tan fome como las lentejas– un trocito del delicioso plátano para darle a mi paladar un poco de lo que tanto le gusta: el dulce.

Pero no todo eran lentejas y arroz blanco. En mi casa también se comían cosas muy ricas; especialmente varios platos al horno: coliflor, atún, arroz y hasta chayotas al gratén. Mi mamá tenía debilidad por la salsa bechamel bañada con queso parmesano, así que cuando había cualquiera de esos manjares ni mi hermana lloraba ni yo necesitaba plátano para disfrazarlos.

En mi casa, los sabores tenían ese mestizaje tan venezolano: las recetas criollas de mi abuela y el parmesano que llegó con los italianos a perfumarlo todo, o casi todo. Después, cuando mi mamá se casó con Juan, llegó también la cocina peruana. Entonces en la nevera se avecinaban el jugo de mango y la chicha morada. La carne mechada y el ceviche. Puras delicias.

Hoy recordando estos manjares le hago un pequeño homenaje a mi mamá, tan buena cocinera como mi abuela, mi hermana y mis primas. En mi familia a la única que se le quema el agua tibia es a mí. Ni quise, ni quiero aprender a cocinar. Respecto a la cocina tengo una especie de rebeldía. Cuando Alejandra estaba chiquita yo trabajaba, la llevaba al colegio, al parque, al cine, al teatro, al médico, a casa de los amigos y a cuanta actividad extra curricular tuviera. Hice transporte escolar y transporte rumbero, así que cocinar me parecía como mucho pues. Menos mal que Ale es súper buen diente. Desde chiquita come de todo y se adaptó a esa comedera donde nos agarrara el hambre o la noche sin chistar y hoy sigue siendo una de las cosas que más disfrutamos juntas: comer fuera. Viajar, probar otros sabores y otros lugares. Con Ale nunca hubo lágrimas en la mesa, le gusta tanto la avena como las lentejas.

Y quiero cerrar esta nota de los sabores de mi infancia recordando una cosa que Sumito Estévez –el más mediático de los cocineros venezolanos– sostiene. “Si hay algo que le ha hecho daño a la memoria gustativa es la “cajita feliz”. Una cultura que se respete nunca sustituirá la comida de sus niños por algo distinto a lo que comen sus padres.

Una madre india (y la de Sumito lo es), le dará curry; una italiana pasta y sus salsas ancestrales; por citar solo dos ejemplos donde la comida es un baluarte. Del mismo modo una madre caraqueña o santiaguina, por ejemplo, alimentará a su niño con pequeñas raciones, sí. Menos condimentada, también, pero no sustituirá una arepita, una sopaipilla por unas papas fritas o un pollo casi plástico. Hacerlo es negarle sus sabores de la infancia. Es quitarle, al que luego será un adulto,  parte importante de su memoria gustativa. Es decir, de su cultura.  

domingo, 27 de agosto de 2017

VIÑA DEL MAR


Cuando vi saltar las olas sobre la balaustrada del malecón bañando el asfalto  pensé: El Pacífico como que no lo es tanto. Tiene su carácter pues. La lluvia y su velo gris cubriendo el mar me regalaban un paisaje extraño. A los que nacimos en el Caribe no nos cuadra eso de lluvia y mar; mucho menos mar y frío. En nuestra latitud tropical el mar siempre viene en combo: cielo azul, caloooor y cerveza helada. Las únicas nubes son las que forman los mosquitos.

Pero estoy en Viña del mar. Una ciudad cuyo nombre anuncia dos caras aunque en realidad tiene varias. Además, forma parte de este territorio austral de cuatro estaciones como Dios manda, así que el invierno llega, no importa si el mar está de por medio. ¡Y cómo llegó ese fin de semana! Varias horas de lluvia sostenida fueron suficientes para inundar calles y olvidar durante ese período lo que el mar suele traer consigo: navegación y disfrute.

Además del paisaje marino Viña tiene su estero, ese curso de agua que va hacia el mar y que bordaron con aires parisinos en contraste con dos largas filas de palmeras. Cuando no llueve se ven desde allí espléndidos atardeceres duplicados sobre aguas tranquilas.

Viña es un prisma cristalino pendiendo de las lámparas de uno de sus casinos y cuyas caras se iluminan indistintamente.

La primera que me viene a la mente es la del Festival. La reconocida cita anual donde desfilan los artistas y cantantes más populares urbi et orbi. Un escenario tan deseado como temido porque –dicen los entendidos– que el público del Festival de Viña del mar es tan generoso como inclemente. Un monstruo de mil cabezas que echa a volar gaviotas plateadas, regala orquídeas, pondera con aplausos pero también puede hundir en el olvido a quien no da la talla. Y esa cita, con sus bemoles anuales, se mantiene desde 1960 contra viento y marea. Es bueno recordar que este año no fue suspendida debido a los incendios forestales, porque la cifra de 150 millones de espectadores pudo más que las voces que se alzaron para pedirlo.

Luego está su lado turístico. El del verano de chicas doradas y niños felices. El de las vacaciones al sur del sur. Un imán que atrae no sólo a chilenos de otras regiones sino a viajeros del mundo entero con sus terrazas al aire libre y sus pisco sauer a toda hora.

Y están sus quintas. Aquellas construcciones palaciegas –unas con aires venecianos, otras franceses– todas cargadas de historias recientes aunque su arquitectura hable de tiempos remotos.

Como este fin de semana la mar no estaba para paseos al malecón ni visitas al estero de Marga Marga nos fuimos al Palacio Rioja, cuyo nombre de caldo español  albergó durante unos años, a la familia del empresario Fernando Rioja Mendel. Llegamos como cualquier mortal en visita museística y nos encontramos, con que el mismísimo nieto de Don Fernando, haría la visita guiada. Más vale llegar a tiempo que ser convidados, dijimos, así que, prestos, nos paramos frente al regio portón de la entrada principal y vimos como un sencillo y cálido Don Jaime Rioja  nos contaba, paso a paso y –sobre una alfombra dispuesta para cubrir el parquet de 1920– sus recuerdos infantiles de lo que a principios del siglo XX fue la casa de sus abuelos.  

Una visita deliciosa en realidad, cargada de anécdotas y en un escenario restaurado con esmero bajo la dirección de la alcaldía, para regalarle a los viñamarinos un poco del esplendor de aquellos años. La obra del arquitecto francés Alfredo Azancot no escatimó en darle a este edificio de principios del siglo XX, todo el boato de la segunda mitad del siglo XVIII. “Su decoración interior, es prolífica en elegantes muebles, cortinajes, vidrios biselados, puertas talladas, cielos, lámparas y textiles murales que llegaron desde España y Francia en barco a Valparaíso y desde allí, en carretas a su actual emplazamiento. La moda y estilo Imperio y Rococó de la época predomina en sus salones, recibos y gran comedor”. (1)

Le debía una crónica a Viña del mar, porque cuando fui por primera vez, hace dos años y medio, lo hice a la carrera y sin fijarme en sus bellezas. No era Viña en esa ocasión mi destino, sino Valparaíso y, para qué negarlo, Valpo me enamoró con su colorido trepando cerros y su mar calmo. Entonces Viña y mi paso rápido me dejaron sabor a poco. Ya era hora de poner a rodar la ruleta y apostar no a uno sino a todos sus números. 


(1): http://www.patrimoniovina.cl/articulo/monumentos-historicos/8/16/palacio-rioja.html

sábado, 26 de agosto de 2017

PRIMERA VEZ


No recuerdo dónde leí esto, pero me vino a la mente cuando empecé a escribir sobre las primeras veces… se refiere, por supuesto, a no anclarse, a reinventarse tan frecuentemente como se pueda y bueno, emigrar es una forma de reinventarse. Es un salto al vacío, un camino incierto; empedrado de dudas pero guiado por esperanzas. Así que decidí escribir sobre mis últimas primeras veces, porque sobre las primeras: mi primer beso, mi primer y único matrimonio, mi primer carro, mi primer viaje, mi primer trabajo, mi primer orgasmo hay un denso velo tejido por el tiempo y la distancia.

Debo confesar que a mí me gustan mucho las primeras veces. Me gusta recomenzar, sorprenderme, retarme; soy como una especie de Eva cada día. Y más ahora que he dejado todo lo conocido para insertarme en esta lejura austral; en esta ciudad de mil caras, en este Santiago, no de León sino de Chile. ¿Será casual haber  venido a una ciudad que se llama igual a la mía sin serlo? Recito entonces una especie de trabalenguas urbano: de Santiago a Santiago. No me he ido Caracas, aquí estoy. No veo El Ávila, sinuoso y verde, pero hay una gran montaña a mi alrededor. Una silueta escarpada que –me dicen– cambia de color de acuerdo a las estaciones. Por cierto, estoy viviendo por primera vez el otoño. Y me maravillo del cambio de tonos,  verdes por ocres, no así del cambio de temperatura. Nunca me quejé del calor durante el reciente verano, hubiera sido quejarme de mi propia condición caribe, de la temperatura a la que está habituada mi piel, de mi termostato caraqueño.

Por primera vez llego a trabajar a una ciudad donde no conozco a nadie. Y trabajando  en ventas eso, “conocer” es determinante. Las ventas están basadas en las relaciones: de la familia, del colegio, de la universidad y de los anteriores trabajos. Así que llegué aquí sin saber cómo se llamaban los arquitectos, los constructores, los inversionistas. Ahora no soy Eva, soy Pedro de Valdivia y pregunto todo. ¿Quiénes son los Larraín, quiénes los Undurraga? ¿Quiénes son los arquitectos contemporáneos? Así Google se ha convertido en aliado y he dedicado horas a navegar esas aguas para ponerles rostro a los constructores de esta ciudad, a los edificios emblemáticos, a las calles y avenidas que la cruzan porque, para vender hay que patear calles, subirse al Metro y montarse en Micro. Por primera vez uso también mi celular para llamar un Uber. No hay en Caracas esta facilidad por una razón que ha empujado a muchos a irse, también, por primera vez de su país; la inseguridad.


Así que aquí estoy, rodeada de primeras veces y esperando me resulten tan gratas como inolvidables.

sábado, 3 de junio de 2017

21 años


Llegué a la estación Los Héroes con el ánimo al nivel del Metro –subsuelo Santiago centro-. Mis pensamientos puestos en Caracas y en todo lo que allá está ocurriendo. De ahí hasta Manquehue tenía 14 estaciones para pensar en eso.

Moneda, Universidad de Chile, Santa Lucía…

Cada vez que paso por ahí empiezo a tararear a Miguel Ríos. Esa canción me encanta… Después del tarareo empecé a navegar en las redes para saber de Venezuela. La agenda de rescate de nuestra democracia marcaba otro día de protestas. Demasiado pronto leí: una bomba lacrimógena, disparaba a quema ropa, destrozó el corazón de Juan Pablo Pernalete.; un joven estudiante de 21 años que había acudido, como tantos otros, a protestar, a clamar justicia y su último grito fue ahogado por venenosos gases. 21 años, turgencia muscular, espíritu libre y la muerte abriéndose paso cruenta, extemporánea, horrorosa, inesperada.

Universidad Católica; Baquedano… en Salvador le pregunté a Él ¿por qué?

El vagón iba repleto.  Al rumor del tren y las conversaciones se sumaba el pregón del bombón a 100 pesos. El frío otoñal sustituyó la oferta de agüita helada por chocolate.

Manuel Mont, Pedro de Valdivia, Los Leones…

Poco a poco mientras avanzábamos se fueron abriendo espacios. Entonces la vi. Era alta, rubia y delgadísima. De esas mujeres que llevan impresos los colores de sus ancestros alemanes. Un jean silueteaba sus temblorosas piernas. La mirada azul -fija e incrédula en su celular- hablaba de una mala noticia. Comenzó a llorar en silencio mientras se aferraba al pasamano en Tobalaba…La marea humana se renovaba en esa estación. Un cardumen entra, otro sale. Entren que caben cien y hasta mil.

A pesar del gentío la seguí con la mirada. Me debatía entre acercarme a ofrecerle ayuda y mi temor a ser rechazada, a que tomara a mal mi unilateral iniciativa de apoyo. En Caracas no lo hubiera dudado, en Santiago sí.

El Golf, Alcántara… en Escuela Militar me paré firme y me dije: si se molesta doy media vuelta. Es peor no hacer nada. Me acerqué y le pregunté qué le pasaba y si podía ayudarla. Me dijo musitando: "me acaban de avisar que murió mi sobrino. Tenía apenas 21 años. Un auto lo chocó y murió instantáneamente. Siento un dolor muy grande."

Manquehue, mi destino inicial había quedado atrás. Qué importancia tenía eso cuando la muerte llega cruenta, extemporánea, horrorosa, inesperada.

La acompañé en silencio, mi brazo sobre su hombro, hasta que en Hernando de Magallanes llegó una amiga que la esperaba. Me agradeció con su mirada azul.

Media vuelta y viaje de regreso con apenas una estación para pensar en los versos de Andrés Eloy Blanco: “el que tiene un hijo tiene todos los hijos del mundo”.

VIÑA DEL MAR

VIÑA DEL MAR

Cuando vi saltar las olas sobre la balaustrada del malecón bañando el asfalto  pensé: El Pacífico como que no lo es tanto. Tiene su car...